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Reportaje:PURO TEATRO

Dos 'shakespeares' por derecho

Much ado about nothing y Othello son espectáculos magistrales, desbordantes de talento y sentido común. Ewan McGregor es un gran actor teatral, delicado y poderoso

Marcos Ordóñez

1 Cada vez estoy más convencido de que la mayor parte de los shakespeares high concept (deconstrucciones innecesarias, ambientaciones dementes, podas excesivas del texto, coloquialidad farfullante) son ya el pasado: efímera carne de festivales, puro maquillaje de la impericia. Lo verdaderamente "moderno" (y lo más difícil) sería inventar ahora una suerte de neoclasicismo: montajes limpios, claros, completos y sin esos "valores añadidos" que sólo alimentan el ego del nuevo genio de turno.

En Shakespeare todo está dentro: basta calentar adecuadamente el carbón, como decía Brook, para que te caliente o te queme las manos y el alma.

Londres sigue marcando la tendencia a seguir. Acabo de ver allí dos espectáculos magistrales, desbordantes de talento y sentido común, de ganas de comunicar: Much ado about nothing, en el National, y Othello, en la Donmar Warehouse. Nicholas Hytner dirige el primero. La escenografía de Vicky Mortimer es tan sencilla como eficaz: un giratorio, con rejas de madera, en el centro de un patio toscano rodeado de ventanas, casi una corrala en la que todos pueden ver y ser vistos. Un espacio ideal para difundir el rumor, núcleo central de la comedia: el "ruido de fondo" que emborrona y modifica la información. Un Shakespeare muy cercano al Strehler de los setenta, perfumado por la trufa blanca de Goldoni, o incluso al Tamayo más desnudo y esencial. Zoe Wanamaker y Simon Russell Beale, a los que nunca he visto dar un mal paso, son Beatrice y Benedick, que para protegerse de las heridas del amor envuelven su deseo en palabras como armas arrojadizas. Más mayores que sus personajes, los convierten en dos solterones conscientes de que se les escapa el último tren. Beben mucho, y su humor está empapado en melancolía. Como la de Don Pedro de Aragón (Julian Wadham), quien, por cierto, es clavado a Pérez-Reverte.

En Shakespeare todo está dentro: basta calentar adecuadamente el carbón, como decía Brook, para que te caliente o te queme las manos y el alma
McGregor no lo interpreta como un villano prototípico, no envía señales de aviso, pese a sus apartes: podría engañar al mismísimo Maquiavelo

La Wanamaker, soberbia el año pasado en La rosa tatuada, parece aquí una hermana pequeña de Rhea Perlmann en Cheers: una avispa de afiladísimo aguijón. La escena en la que los nobles maquinan la liaison de Beatrice y Benedick recuerda al Blake Edwards de El guateque: ambos van a caer en un estanque/trampa, y el doble y extraordinario gag radica en dilatar el cuándo y despistarnos acerca del cómo. Hytner, que es más listo que el hambre, monta luego la declaración de Benedick (y su promesa de desafiar a Claudio) en la capilla del palacio, tras los esponsales frustrados de Hero: refuerza así el dramatismo de la situación y sugiere una simbólica boda sustitutoria. Las apariciones de los fools, Dogberry y compañía, son graciosísimas pero sin un gramo de payasada: realismo puro, como en una comedia de la Ealing. El Olivier está lleno hasta la bandera: auténtico teatro popular. Y la atención cautivada, absoluta, del crío que estaba a mi lado, prueba definitiva de que el espectáculo funciona de perlas.

2 También había colas desde primera hora de la mañana (y localidades a 500 libras en la reventa: lo nunca visto) para el Othello de la Donmar. Por las críticas, por el boca a oreja y, desde luego, por el tirón de sus protagonistas: Yago es Ewan McGregor y Otelo es Chiwetel Ejiofor (American gangster). McGregor ya me entusiasmó hace dos años como el Sky Masterson de Guys and dolls, otra soberbia producción de Michael Grandage en la Donmar: es un gran actor teatral, delicado y poderoso. La Donmar tiene escasa profundidad y una sola caja, a la izquierda, para la entrada de actores. Christopher Oram, el escenógrafo titular, desnuda el muro trasero y recubre el escenario de grandes baldosas de piedra, encharcadas. Venecia está sugerida por un canalillo de agua. La iluminación de Paule Constable, que hace honor a su apellido, crea reflejos movedizos, casi submarinos, y cuando la acción pasa a Chipre tiñe el lugar de un tono dorado y lúgubre, entre Sert y Valdés Leal. Bajan del techo lámparas votivas, celosías y orlas. Hay candilejas a ras de suelo y altos haces, muy wellesianos, de luz cruzada y brumosa: así imagino las primeras producciones del Mercury Theater. O las de Granville Barker, por ese vestuario clásico, con trajes de cuero ligero, tajeado, elegantísimo, que evocan la seda negra. La verdad brota desde la primera frase: voces "naturales", bien proyectadas y nítidas, sin sombra de declamación. Una energía constante, muy americana. Y un ritmo imparable, con esa especial aleación de velocidad y claustrofobia que es la esencia de la obra.

Michael Grandage subraya la inteligencia extrema de los personajes, con la lógica excepción del pobre Roderigo (Edward Bennett), cuya ingenuidad provoca más dolor que risa. Yago seduce por su encanto, su mirada líquida, su rapidez mental. McGregor no lo interpreta como un villano prototípico, no envía señales de aviso, pese a sus apartes: podría engañar al mismísimo Maquiavelo. Casio (Tom Hiddleston, al que ya aplaudimos en The Changeling) también está lleno de pasión, vida, lucidez: McGregor y él podrían intercambiar perfectamente sus papeles. Otelo no tiene aquí un ápice de "bruto primitivo": es un rey majestuoso, un árbol gigante que, golpe tras golpe, acaba por caer. Desdémona (Kelly Reilly) es una mujer adulta que desafía a su padre y a los nobles venecianos, y asiste, desesperada, a la progresiva locura de su hombre: cuando canta Under the sycamore tree parece prepararse para la muerte como quien acude a una cita de amor fatal. Emilia (Michelle Fairley, la señora Marlish de Los otros) es una furia desatada, un cruce explosivo entre Agnes Moorehead y Mercedes McCambridge. Poco puede hacer la razón, parece decirnos Grandage, cuando es atrapada en las redes del orgullo y la ceguera. La desoladora imagen final, antes del oscuro, resuena como la cuerda de un laúd al romperse: el escándalo de esos enamorados yacentes como una pareja de bellísimos felinos recién abatidos; por nada, por la simple y terrible maldad de un cerebro que escogió el camino de la destrucción.

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