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Columna
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Adulterios

En Arabia Saudí, reino de la tolerancia y cuna de librepensadores, las autoridades competentes en materia de vicio y virtud -ellos sabrán, los dichos escuadrones: se deben de matar mutuamente a manolas y gallardas- han prohibido la rosa escarlata y los regalos de San Valentín, que, en Oriente Medio, suelen consistir en peluches de un rojo color sangre coagulada menstrual indescriptible (de repente, creo que lo he descrito bastante bien, perdonen la inmodestia y el innecesario adjetivo). El caso es que, en España, semejante atrezo no tendría sitio ni siquiera como lámpara en una película histórica de Garci.

Se preguntarán de qué me quejo. Un columnista que no ha empezado aún a quejarse en el segundo párrafo no duerme bien por las noches. Me quejo de que una oleada de los habituales biempensantes y seguramente mejor follantes haya censurado con alaridos la tal prohibición, burlándose de que las brigadas provirtud y antivicio (equivalente habibi de la Confepisco, con barbas y más poderes) acusen a los peluches en cuestión de fomentar las relaciones extraconyugales.

Me pregunto hasta cuándo vamos a permitir que se trate con semejante injusticia al Gobierno saudí -tan amado por Occidente y hasta por nuestros monarcas: es de agradecidos venerar a los prestamistas-, cuyo país no sólo es cuna sino también tumba de tolerancias y librepensadores. Ya era hora de que alguien tuviera el valor de prohibir los peluches. Los saudíes han sido los primeros -debe de ser porque consultan a los oftalmólogos catalanes- en percibir la atracción fatal que sobre una mujer -está en nuestra naturaleza pecadora: la Biblia y el Corán abundan en ejemplos- ejerce la apostura de un oso de buen tamaño y convenientemente arrebolado.

Lástima que aún no hayan reparado en la perversa desazón que producen las alcachofas para ducha.

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