Gambito de caballo
A Unamuno no le gustaba el ajedrez, decía que como ciencia era poca ciencia y como deporte, demasiado deporte. Se sentía más seguro lidiando con el sentimiento trágico de la vida, mientras andaba por casa en zapatillas. Cada uno elige el terreno en el que prefiere ser derrotado y él no tenía precisamente moral de alpinista.
El riesgo intelectual siempre me ha parecido más hermoso que la apuesta segura. Tengo debilidad por los poetas locos, los físicos solitarios y los ajedrecistas románticos, porque son seres humanos frágiles, que, sin embargo, han osado desafiar a la divinidad con su inteligencia. Una teoría de Einstein o la biografía de Baudelaire contienen en sí mismas un misterio tan conmovedor como la muerte de Bobby Fisher el mes pasado en las calles nevadas de Islandia. Hace 37 años ese país de amaneceres lívidos fue escenario del duelo de ajedrez más impresionante de todos los tiempos. Yo entonces era una cría que apenas había aprendido a mover las fichas, pero recuerdo su imagen en blanco y negro frente al ruso Spassky. Aquello fue un capítulo más de la guerra fría con Kissinger al teléfono desde Washington. Su apertura con el peón de alfil de dama tuvo el mismo efecto que un misil patriótico, pero Bobby Fischer no estaba jugando contra la Unión Soviética, sino contra Dios. Y le ganó la partida.
En el ajedrez ya está todo lo que uno se va a encontrar en la vida, desde el ingenio más puro hasta la política más rastrera. El gambito de caballo, por ejemplo, es lo que hizo Rajoy con Gallardón, sacrificar una pieza para mejorar su posición, aunque en el envite dejó tocada a la dama. En EE UU el duelo final será entre rey negro y dama blanca. Términos como enrocarse o poner en jaque forman parte de la lucha diaria por la supervivencia. Hay gente que se cree muy lista y la tumban a la primera de cambio con un jaque pastor como le puede pasar a Pizarro, sin embargo, otros que parten como perdedores, consiguen acabar la partida en tablas. Pero son muy pocos los que conocen el éxtasis de la jugada maestra. Lorenzo el Magnífico era imbatible sobre el tablero y Winston Churchill tampoco jugaba mal, de hecho, ganó la II Guerra Mundial. Pero ninguno alcanzó la maestría que tenía Bobby Fisher con solo 14 años, cuando era un chaval flaco que se mordía las uñas antes de mover ficha. Desde entonces fue encadenando triunfos con un estilo arriesgado y brillante hasta convertirse en campeón del mundo, pero el vértigo le partió el alma y ya nunca fue capaz de recomponer sus pedazos.
Tal vez la inteligencia sometida a la máxima presión encierra en sí misma el sentimiento de la tragedia, como pensaba Unamuno. Pero hay más grandeza en quemarse las alas en un salto de altura que no despegar nunca las zapatillas del suelo. El genio devora a sus propios hijos, pero sin esa llama no existirían las sinfonías de Bach, el teorema de Pitágoras ni la poesía mística. Por eso nos conmueve esa última imagen de Bobby Fischer, desarrapado y solo, como un campeón noqueado, en una librería de viejo de Reikiavik, revolviendo entre las pilas de cómics de los años cincuenta, como si quisiera regresar a las tardes felices que pasaba de niño, en su barrio de Brooklyn, cuando nadie lo conocía, antes de convertirse en Dios.
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