Fischer y el peón envenenado
Unamuno dijo eso de que, para ser un juego, el ajedrez es una ciencia y, para ser una ciencia, es un juego. El más extraordinario de los juegos concebido por mente humana, eso sí. O, quizás, no. En cualquier caso, el ajedrez es el único juego donde el azar no tiene en la manga la carta ganadora. Salvo que llamemos azar al error. Las computadores pondrán la cuestión en su sitio. Ellas no se equivocan. El mejor partido de fútbol, exento de errores, acabaría 0-0. El más aburrido, también. O, quizás, no. He visto extraordinarios partidos sin goles y mediocres partidos en el que uno de los contendientes vence por goleada. Pero, en ajedrez, sin el factor humano, las partidas acabarían en tablas. O, quizás, tampoco. Como en la película de Bergman, tarde o temprano, la muerte siempre gana la partida. En complicidad con la vida. Ambas, en entrópica sincronía, acaban de darle jaque mate a Bobby Fischer. Y no me extraña. La vida es un miserable contable cronológico que juega fuera de tablero y hace trampa. Bobby, judío renegado, había abandonado patrióticas competiciones y se felicitaba incluso porque a su país le hubieran derribado las dos torres. A diferencia del Papa y sus obispos, su reino no era de este mundo, sino un rectángulo metafísico de claras y oscuras casillas donde fantasmagóricas piezas blancas y negras libraban un incesante combate más allá del bien y el mal.
Su reino no era de este mundo, sino un rectángulo metafísico de claras y oscuras casillas
En su mítica confrontación con Borís Spassky, Fischer pidió cambiar el tablero de mármol por uno de madera y, luego, el de madera por uno de mármol. También cambió de asiento, de fichas, de hotel, de chófer, de coche, de zapatos, de colchón y llegó sistemáticamente tarde hasta el extremo de poner en peligro la celebración del match. Pero gracias a él supe dónde estaba Reikiavik. Al borde del círculo polar ártico, en medio de 7.500 kilómetros cuadrados de lava y 8.000 kilómetros cuadrados de hielo. Sinceramente, yo no hubiera cambiado de tablero ni de zapatos, sino de entorno. Esa extensión volcánica se convertiría en el convulso epicentro de gloria y ocaso de un chico de Chicago, de padre alemán y madre suiza, que tras ganar al soviético Petrosian se había erigido en la esperanza de los ajedrecísticamente acomplejados estadounidenses y, en plena guerra fría, se disponía a arrebatarle el título de campeón a otro chico soviético, nacido en Leningrado y evacuado entre miles de niños. Mientras Hitler patinaba en el Neva, Spassky jugaba al ajedrez antes, incluso, de aprender a leer y escribir.
La carrera del niño prodigio Robert James Fischer no fue en sus inicios tan prodigiosa. A partir del tablero que compró su hermana y del anuncio que puso su madre buscándole contrincantes, Bobby tuvo el mejor de los aprendizajes encajando sucesivas derrotas antes de lograr el título de Gran Maestro Internacional... a los quince años. Pampito Rodríguez, manager de boxeadores, decía que es en las derrotas donde se aprende. La complacencia en el éxito prematuro conlleva peligro de amaneramiento. Yo diría que Fischer ha sido un perdedor que no lo parece. De ahí la inseguridad y los miedos que manifestaba bajo apariencia de caprichos y extravagancias. No contento con no presentarse en la ceremonia de apertura y gracias a la generosa intercesión de su contrincante, se salvó de que el árbitro Lothar Schmid le diera por perdida la primera partida por incomparecencia. Así y todo, Fischer acabó perdiendo al comer un peón envenenado que le inutilizó el alfíl. El veneno de aquel peón debió de tener nefastos efectos retardados, puesto que Fischer no se presentó a jugar la segunda partida y, esta vez, la perdió irremisiblemente por incomparecencia, sin que le sirviera de nada la nueva intercesión de Spassky, que no se resignaba a ganar de esa manera. Sin embargo, la ventaja adquirida de 2-0 no le bastó y, como es sabido, el ruso perdió el título en el transcurso de 21 partidas a manos de Robert James Fischer por un resultado global de 12,5-8,5.
Para Petrosian, quizás despechado, el nuevo campeón distaba de ser un genio. Para el árbitro Lothar Schmid, Fischer era un ser intratable que se quejaba por todo, una persona a perder de vista cuanto antes, aunque fuera un genio. En cambio, a su parecer, Spassky era un perfecto campeón, un auténtico caballero y un verdadero deportista. A pesar de estas disidencias, en la clausura todos bebieron una especie de sangría islandesa , llamada sangre de vikingo, compuesta de coñac, vino tinto, zumo de naranja y agua mineral, y comieron cordero asado y cerdo crujiente. La conversación de los comensales giraba ya sobre quién sería el rival que disputaría el título a Bobby Fischer. Nadie podía imaginar que esa confrontación nunca llegaría a celebrarse por definitiva incomparecencia del intratable Bobby, que, presa de un pánico patológico y sabedor de que difícilmente podría superar la implacable maquinaria de Anatoli Kárpov, emprendió una interminable huida que, a juzgar por las últimas noticias, ahora ha prolongado, sobrepasando las 64 casillas de su tablero y a lomos del alfil atrapado por el peón envenenado. Desde Reikiavik hasta más allá de las estrellas, cabalgue en paz.
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