No empujen
Cualquier país civilizado y con algo de madurez democrática enrojecería de vergüenza ante la magnitud del quebranto que ilustra, año tras año, el informe de la Sindicatura de Comptes, y eso que la literatura contable es más acomodaticia que la propia sociedad adocenada que sufre en sus bolsillos las arbitrariedades perpetradas con cargo al presupuesto. En este mundo al revés el Gobierno valenciano interpreta la ruina como un belén de prosperidad, gracias a los voceros del organigrama y aledaños ideológicos, pero por menos le montaron un pollo a Napoleón pronto hará doscientos años. Si antaño fueron los franceses, ahora son mercantiles deportivas, arquitectos de cámara y amistades en general. Hasta que no quede vaca por ordeñar. Lo agreste del páramo acrecienta, todavía más, la sensación de vértigo ante la ausencia de alternativas creíbles o, cuando menos, capaces de movilizar a la parroquia esquilmada. La escasez que ronda extramuros del PP, sobrevive plácida en sus cuitas o hace yoga en vísperas de unas elecciones generales que no parece que vayan con ellos, aunque si hay que echar una mano ya dirán.
En esa funeraria gestora que administra el plasma en el balneario socialista están para lo que están y ya tarda en pasar ese 9 de marzo, para cuyo concurso preparan una candidatura aderezada con supervivientes de la guerra de Crimea. Un poco más allá, la cosa está peor. La llamada Esquerra Unida se deshace en sus miserias boqueando autenticidad, que es una sustancia de rentabilidad electoral más bien incierta. Cuantos observadores lograron contener la risa, que no es el caso, hablan de la hegemonía del partido comunista como principal causa de la sangría y los desencuentros. La otra mitad de la calabaza se anima a base de una alianza entre beatos menos vaticanistas y disidentes de las otras masas obreras y campesinas. Si Pancho Villa logró aunar una tropa, ¿por qué no ellos y ellas? La cuestión estriba en empujar al electorado hacia la urna el día de autos. A ver, pues, quién se adueña del centro. El centro es ese espacio en el que la derecha obtiene la coartada para ocultar sus verdaderas intenciones. Para la izquierda, es un territorio de renuncias, un limbo donde zigzaguea con síndrome de Estocolmo. Pero se vive bien. Por eso los socialistas eliminan impuestos patrimoniales, ocultan balanzas fiscales, les da escalofrío modificar la legislación antiabortista, eluden defenderse de los obispos o, mejor, huyen. Total, en caso de reunir valor y convicción suficientes, tampoco tienen mucho púlpito donde predicar. Se confía en que la mala sombra y el verbo abrupto del contrario recaben apoyos entre los caladeros de la abstención, que también se nutren de cuchipandas como la de la otra noche en las Cortes Valencianas, donde la orgía de complicidades entre la derecha en el poder y la izquierda exquisita ahogó cualquier atisbo de pensamiento crítico. Después de cada escrutinio, los partidos dedican doce segundos reglamentarios a lamentar la abstención. Dedicar más u obrar en consecuencia, tal vez atentaría contra sus privilegios. Entre tanto, no empujen.
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