La gran paradoja del comercio internacional
Una de las tendencias más desconcertantes de estos tiempos es que las negociaciones para facilitar el comercio entre países regularmente fracasan, mientras que el comercio internacional rompe récords de crecimiento con igual regularidad.
Durante más de una década, las iniciativas de los gobiernos para alcanzar un acuerdo mundial que reduzca las barreras comerciales no han llegado a buen puerto. Para describir dichas conversaciones, los medios utilizan repetidamente adjetivos como "enconadas", "paralizadas" o "estancadas". En contraste, el comercio internacional se califica habitualmente de "floreciente" o "en enorme auge", y casi todos los años su crecimiento se alaba diciendo que "ha registrado un nuevo récord". No es de sorprender, por tanto, que los negociadores gubernamentales sean hoy un grupo muy desanimado. En cambio, los exportadores e importadores están de fiesta.
La última vez que los negociadores oficiales tuvieron razones para celebrar algo fue en 1994, cuando 125 países acordaron reducir considerablemente las barreras comerciales y crear una nueva institución encargada de supervisar y liberalizar el comercio internacional: la Organización Mundial del Comercio (OMC). Desde entonces, los esfuerzos por liberalizar el comercio mundial mediante negociaciones entre gobiernos se han paralizado. En muchos países, los acuerdos de libre comercio se han vuelto políticamente radiactivos. Se ha hecho habitual culpar a las importaciones de la pérdida de empleos, la reducción de salarios, el incremento de la desigualdad y, más recientemente, incluso de la pasta de dientes tóxica o de medicamentos que en vez de curar matan.
Además, la liberalización de las importaciones es siempre un cangrejo político para los gobiernos: mientras que los beneficios de un comercio más libre son inevitablemente promesas de futuro, los impactos negativos son inmediatos. Aún más, los costes se concentran en grupos muy específicos que los sienten -o pueden anticipar- de manera tangible, visible e inmediata. Los beneficiarios de las reformas comerciales en cambio obtienen las ventajas de manera más difusa y hasta menos reconocible a nivel individual. Así, los opositores tienen fuertes razones para organizarse y bloquear las reformas, mientras que los beneficiarios tienen menos incentivos para organizarse en apoyo de las mismas. Disminuir, por ejemplo, los aranceles agrícolas, puede beneficiar al conjunto de la sociedad al reducirse el precio de los alimentos. A la larga el ahorro acumulado es muy importante, pero de manera inmediata el impacto poco identificable en los precios, los aumentos en la calidad o la diversidad de los productos disponibles. Sin embargo, la reducción en los ingresos de los agricultores es inmediata y muy clara, lo cual genera enormes estímulos para organizarse con el fin de bloquear tratados con otros países que disminuyan los obstáculos a las importaciones. Lo mismo pasa con los trabajadores y los dueños de fábricas obligadas a competir con importaciones mucho más baratas. Es más fácil organizar una marcha de trabajadores de fábricas de juguetes para protestar contra las importaciones baratas que una de consumidores de juguetes, por ejemplo.
Esas realidades sociales y políticas explican en gran medida por qué el entusiasmo por alcanzar acuerdos comerciales se ha venido agotando en muchos países. Esta tendencia se notó claramente en 1999, cuando el intento de lanzar una nueva ronda de negociaciones comerciales fracasó estrepitosamente en Seattle. Ahora, la cumbre ministerial de Seattle se recuerda más por los violentos choques entre la policía y los manifestantes contrarios al comercio internacional y la globalización que por el hecho de que los negociadores regresaron a casa sin tan siquiera haberse puesto de acuerdo en cómo iniciar las conversaciones. Irónicamente, los activistas protestaban contra un acuerdo que en cualquier caso no se habría producido.
Dos años después, los ministros del ramo se reunieron de nuevo en Doha, Qatar, y decidieron iniciar una nueva ronda de negociaciones que, según acordaron, se concluiría en cuatro años. No iba a ser así. Esa fecha límite -y otras- pasaron sin pena ni gloria. El pasado mes de junio, después de seis años de conversaciones, los negociadores abandonaron las reuniones de la Ronda de Doha acusándose mutuamente de intransigentes y miopes.
Mientras tanto, el comercio mundial ha continuado creciendo a ritmo frenético.
En 2006, las exportaciones mundiales de mercancías crecieron en un 15%, mientras que la economía mundial aumentaba en torno al 3,7%. En 2007 se espera de nuevo que el incremento del comercio mundial sobrepase la tasa de crecimiento de la economía del planeta. Este boom del comercio internacional hizo que entre 1980 y 2005 el volumen de exportaciones de mercancías del mundo se multiplicara cinco veces. Un número sin precedente de países, ricos y pobres, está viendo que sus economías han mejorado mucho gracias a que se han disparado sus exportaciones.
¿Cómo se explica esta paradoja de que la búsqueda de acuerdos comerciales a nivel gubernamental esté estancada mientras que los flujos comerciales experimentan una enorme expansión? En el último cuarto de siglo, las innovaciones tecnológicas -desde Internet a los contenedores de carga- redujeron los costes de vender y comprar a largas distancias y entre países. Además, en ese mismo periodo, un entorno político más favorable a la apertura internacional creó oportunidades para reducir las barreras que obstaculizaban el comercio. China, India, la antigua Unión Soviética y muchos otros países lanzaron profundas reformas económicas que aumentaron sus vínculos con el resto del mundo. Sólo en los países en vías de desarrollo, los aranceles a las importaciones cayeron desde un promedio del 30% en la década de 1980 hasta menos de un 10% hoy día. De hecho, una de las sorpresas registradas en los últimos 20 años es lo mucho que los gobiernos han reducido los obstáculos comerciales, y de forma unilateral. Entre 1983 y 2003, el 66% de las reducciones arancelarias aplicadas en el mundo tuvo lugar porque los gobiernos decidieron por su propia cuenta reducir los impuestos con los cuales gravaban las importaciones; el 25% a consecuencia de acuerdos alcanzados en negociaciones comerciales multilaterales, y el 10% gracias a acuerdos comerciales regionales con países vecinos. En vista de todo lo anterior, resulta muy tentador concluir que los tratados de liberalización comercial entre gobiernos no sirven para nada. Si el comercio internacional se las arregla perfectamente sin tratados gubernamentales, ¿para qué perder tiempo en ellos? Esta idea es tan tentadora como errónea.
Hoy más que nunca necesitamos de estos tratados de libre comercio. Por más que el comercio esté creciendo, son enormes los obstáculos que aún perduran. Renunciar a reducir las considerables barreras comerciales que siguen existiendo -en agricultura, en servicios o en los productos manufacturados que comercian los países pobres- sería un error histórico. Hasta los pronósticos más pesimistas demuestran que la adopción de reformas como las contempladas por la Ronda de Doha reportarían considerables ventajas económicas, situadas entre 50.000 millones y los varios cientos de miles de millones de dólares. Además, según el Banco Mundial, en 2015 cerca de 32 millones de personas podrían salir de la pobreza si la Ronda de Doha tuviera éxito.
Y no sólo se trata del dinero. Si el flujo comercial sigue aumentando, se agudizará la necesidad de contar con normas más claras y eficientes. En este siglo, contar con normas fiables sobre la calidad de los productos que se comercian entre países será tan importante como lo fue en el pasado el aumento de la cantidad de productos comercializados internacionalmente. Los recientes casos de productos chinos altamente tóxicos (alimentos para animales, juguetes o jarabes para la tos) son sólo una pequeña muestra de los retos que se nos avecinan.
Ningún país será eficaz al afrontar estos retos si actúa a solas, sin la colaboración de muchas otras naciones. Las reglas de calidad y su definición, monitoreo y control, o la necesidad de restringir el comercio de productos que no cumplen con los estándares, sólo puede hacerse bien a través de una organización multilateral como la OMC. Además, un sistema normativo aceptado por la mayoría de los países puede proteger a las naciones y empresas más pequeñas de las prácticas abusivas de los países y conglomerados más grandes. El imperio de la ley siempre es mejor que la ley del más fuerte.
No obstante, quizá lo más importante sea no perder de vista que, pese a todos los recelos que suscita el comercio internacional, la economía de los países cuyas exportaciones están en expansión crece a un ritmo un 1,5% mayor que el de las economías de los países donde las exportaciones están estancadas. Y aunque sabemos que el crecimiento económico por sí solo no es suficiente para reducir la pobreza, también hemos aprendido que sin crecimiento económico los demás esfuerzos para ayudar a quienes menos tienen no consiguen un impacto duradero.
Este argumento debería bastarnos para animar a los negociadores gubernamentales a que sean tan exitosos concretando sus tratados de liberalización comercial como lo son quienes, con o sin tratados, siguen impulsando el comercio mundial a niveles sin precedentes.
Moisés Naím es director de la revista Foreign Policy y autor del libro Ilícito: cómo traficantes, contrabandistas y piratas están cambiando el mundo. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
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