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Columna
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Galicia es un archipiélago

Hace años le hice una entrevista al escritor vasco Bernardo Atxaga en el que éste me decía que el País Vasco era un archipiélago. No sé si Atxaga tiene razón en lo que se refiere a Euskadi, sin embargo el argumento me hizo pensar en Galicia, que es también un país de población relativamente pequeña y territorio reducido, pero que tal vez no es tampoco del todo homogéneo. Desde luego, en Galicia se ha exagerado siempre su componente rural. No es que ello no haya tenido una base objetiva, pero a veces se ha llegado a pensar que los pueblos, una red que fue tan rica y bien estructurada, o las ciudades del país, de una idiosincrasia tan poderosa, constituían una especie de espejismo.

En estas mismas páginas me he referido a Santiago, A Coruña o Vigo para mostrar la diversidad de sus tiempos y las notables diferencias de tesitura entre ellas. Las tres ciudades poseen una historia, una estructura social, unas elites y una cultura local notablemente diferentes. Y las diferencias de tono y matiz entre la Mariña lucense, la Ría de Arousa y dos extensas comarcas del interior como la Limia o la Terra Chá son tan innegables que hasta un ciego las percibiría. No siempre se ha entendido esto, sin embargo. Hasta el punto de que uno tiene a veces la impresión de que este es un país refractario a la comprensión de lo más obvio y evidente. Nos hemos tendido a ver como una sociedad notablemente homogénea, con apenas un único matiz: la contraposición entre lo rural y lo urbano. Tal vez a nuestros ideólogos les ha faltado sensibilidad para lo empírico y circunstancial y, al tiempo, capacidad para situar los fenómenos locales en paisajes más vastos.

Creo que si uno escucha el bajo continuo que todas las sociedades pulsan, lo que resulta de ello es que nos hemos juzgado a nosotros mismos con notable benevolencia. Eso se puede ver en nuestra literatura o historia: no es que ni la una ni la otra tengan mucha importancia, pero siempre dan una pista de las corrientes profundas del país. Tal vez hemos abusado de una cierta tendencia a lo idílico y lo pastoral, sin saber ver lo problemático, lo conflictivo y lo brutal. Hemos querido mantenernos en la edad de la inocencia sin tener ojos para el cieno. Supongo que hemos pensado que eso nos salía más a cuenta.

Sin embargo, estamos en el umbral de la gran transformación, y tal vez ya lo hemos cruzado. La nuestra ha sido en las últimas décadas una sociedad con grandes dosis de anomia: sorprende, incluso, la rara facilidad con que se ha adaptado a la magnitud de los cambios. Las viejas reglas han caído para dar lugar a desconcertantes configuraciones que tenemos que saber descifrar cada día cuando leemos el periódico. En ausencia de estudios académicos que nos iluminen, las páginas de prensa son un recurso impagable. La historia del viejo dirigente sindical vigués que amanece muerto en el puerto; los asesinatos -ya tan parte de nuestra orografía social que ni sorprenden- debidos al narcotráfico; el deudor que se descerraja un tiro a las puertas del banco, todas ellas son imágenes que hay que poner al lado de la venta de Fadesa, del fracaso en la recuperación de Fenosa, de la creación de galescolas o de la financiación que nos corresponde en los presupuestos del Estado. Son las escenas que van dibujando el perfil de nuestro presente, que no es más que el tejido con el que se compone nuestro destino futuro.

La nuestra ha sido en el pasado una sociedad de complejidad minusvalorada y hay que ver en ello otra de las manifestaciones del atraso. Esa complejidad va a seguir aumentando, esperemos que en la forma de un crecimiento sostenido, pero tendrá lugar en una sociedad en la que el más del 60% de su población es trabajadora, en la que su campo va a vivir procesos de progresiva capitalización a cargo de empresas madereras, vitivinícolas, de extracción de granito, etcétera. Y en la que, por supuesto, el porcentaje de inmigrantes transformará no sólo el paisaje urbano, sino también el de nuestros pueblos y aldeas. Convendría que nos rascásemos la cabeza para entender que en nuestros días la realidad cambia más rápido que los conceptos que tenemos para manejarnos con ella.

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