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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

José Luis de Vilallonga, aristócrata y escritor

Publicó una biografía sobre el rey Juan Carlos y trabajó en el cine con Fellini, Malle y Berlanga

Juan Cruz

Cuando José Luis de Vilallonga comenzó a quedarse solo era un noble que aún se reía de todo, y también de su biografía. Se había roto una pierna, o tenía una enfermedad venial que le obligaba a estar en cama, en Mallorca, donde pasó algunas de sus épocas más placenteras, hace de esto quizá 15 años, y vio de pronto que sólo se tenía a él, y a su hijo Fabrizio, para apoyarse.

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"¿Tú crees", le preguntó a alguien, "que éste es el principio de la soledad?". Estaba en el mejor sitio del mundo, al que había llegado desde otros lugares maravillosos, Roma, París, Nueva York, Madrid, los grandes hoteles, las soirées más afamadas, los mejores directores de cine, Fellini entre ellos, y de pronto vislumbraba al fondo de las lentejuelas la soledad de la que había huido como del diablo.

Ése fue un principio atenuado de esa soledad, que conoció altibajos, pero que siempre estuvo ahí, amenazante. La disimuló, en todo caso, porque un caballero, o más precisamente un gentleman, no puede permitirse que se aprecien ni su ruina ni una tristeza; su carácter mostraba una punta de golfería a la que nunca había renunciado, desde que su padre lo mandó a la Guerra Civil del lado nacional hasta ese mismo instante en que sorbía un cóctel en la rotonda del hotel Palace de Madrid o en el George V de París. Ese episodio de la Guerra Civil, que le llevó a formar parte de un pelotón de fusilamiento, a los 16, lo explicó siempre como "normal en un periodo en el que nada era normal". Cumplía un castigo que le impuso su padre, decía, y su modo de recordar ese puesto en la contienda le valió el calificativo de cínico, que él borraba de esta manera: "No, la gente que me conoce sabe que no soy cínico; lo que pasa es que no soy solemne; acuérdate de que yo tengo una educación en parte anglosajona, y eso me impide ser solemne, y también me impide gritar".

Ese gentleman padeció momentos de zozobra, económica y sentimental; sufrió abandonos y seguramente también los provocó o los produjo, pero siempre aguantó a pie firme -era su apostura: él decía que un caballero no podía desfallecer en público- cualquier contingencia, con una mezcla, por igual, de soberbia y de pillería; prolongó sus memorias y los derechos de las mismas, como si hubiera vivido 10 vidas, pero las contó siempre con la elegancia y el desdén de quien las dice por vez primera.

Contando sus andanzas tenía ese aire que también cultivó (sin duda con otro estilo) otro noble que fue casi su contemporáneo, José María de Areilza: sabía escuchar, no hacía como que escuchaba, y sabía contar las anécdotas que vivió (y las que dijo que vivió) como pocos. De él es esa famosa anécdota de Fellini, que fue su amigo, que visitaba cada tarde a una puta, cuyo culo contemplaba con delectación, hasta que acababa la cita, y entonces el cineasta palmeaba el culo de la prostituta y se iba como si saliera aliviado de un confesionario. Escucharle a Vilallonga esa anécdota valía una cita de muchas horas.

Cultivó la literatura, pero en el arte de la memoria, aunque no creía en la nostalgia, fue donde su voz se hizo mejor; alcanzó cotas muy notables que hacían su escritura fluida y elegante, chismosa sólo hasta los niveles que se puede permitir un caballero. Su obra, La nostalgia es un error, de 1980, fue una cima suya en el género, en el que abundó luego; por ahí pasaron conocimientos suyos, como De Gaulle, Indira Gandhi, Brigitte Bardot... De otras formas, esa memoria tan poblada surgió también en otras obras; a pesar de que la nostalgia, en efecto, le parecía un error, la cultivó también en la conversación, de la que era un maestro, un seductor; la memoria era su manera, decía a veces, de detener el tiempo; el tiempo era, para él, un impostor que fue devastando su salud hasta los límites que tampoco se podía permitir un caballero cuya apariencia muchas veces fue también su fondo.

Cuando abordó la política lo hizo para servir a la causa monárquica, sobre la que siempre revoloteó, a veces más y a veces menos comprometido; y como tal militante político (si a Vilallonga se le puede adjudicar ese calificativo de militante en alguna de las cosas que hizo) fue un gozne muy bien engrasado en los primeros tiempos de la Junta Democrática, pues era un noble que hablaba muy bien con los comunistas y con los socialistas, entre los que militó hasta que estallaron los escándalos que él juzgó insoportables.

El periodismo fue para él una tentación y un triunfo: a veces manejaba información que parecía provenir de fuentes privilegiadas, y más de una vez revelaciones suyas asaltaron las redacciones como inspiradas por altos mandatarios del Estado. Sin duda contribuyó a ello su libro de éxito más espectacular, El Rey, donde juntó sus conversaciones con don Juan Carlos, en el que éste dijo "lo que tenía necesidad de decir", durante una larga convalecencia provocada por un accidente en el hielo. Ése fue un libro del que se sintió muy orgulloso y que le resultó un pasaporte político y editorial en un país donde él se sintió muchas veces incómodo, seguramente también por su propia causa.

Fue actor, con Louis Malle, con Blake Edwards, con Fellini, con Berlanga. De sus apariciones cinematográficas sacó muchísimo material para unas memorias que no acababa de terminar nunca; se complicó en la vida social del cotilleo y por eso fue portada de revistas del corazón; revelaciones suyas indeseadas le llevaron a los tribunales, en autos protagonizados por gente como Tita Cervera o Ana García Obregón. Estuvo casado tres veces, tuvo tres hijos. Era mucho más agradable y elegante que lo que dicen de él; cuando se sintió solo, en aquella lejanía de los años en que empezó a ser más dura su vida alegre, mantuvo siempre la convicción de que todos los males son pasajeros; creía, en todo caso, que vendrían tiempos mejores, y eso le mantuvo, hasta que la salud le dejó, como un caballero, enhiesto, aunque muchas veces se tuvo que apoyar en un bastón que simulaba que durante algunos años llevó como si fuera de adorno.

José Luis de Vilallonga, en 2001.
José Luis de Vilallonga, en 2001.ULY MARTÍN
Con José Luis López Vázquez en una escena de  <i>Patrimonio Nacional</i>, de Berlanga.
Con José Luis López Vázquez en una escena de Patrimonio Nacional, de Berlanga.

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