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Reportaje:

Diana, diez años después

Cinco días de duelo cambiaron para siempre a la monarquía británica

ERIC FEFERBERG (AFP)
Todavía escuece en el Reino Unido el recuerdo del duelo nacional por Diana, princesa de Gales, tras su trágica muerte a los 36 años de edad. La reina Isabel II y, con ella, los Windsor se han recuperado del bache de popularidad sufrido tras la crisis, pero nadie ha olvidado del todo las imágenes de aquel espectáculo desbordante de lágrimas y lamentos provocado por el accidente que se produjo en París, el 31 de agosto de 1997. Mucha gente recuerda aquellos días con un poco de vergüenza. "Fue como una explosión de catolicismo latinoamericano, al estilo de lo ocurrido a la muerte de Eva Perón", concede Richard Kay, especialista en asuntos de la realeza del Daily Mail, el periódico de las clases medias profundamente británicas. Los súbditos de Diana que lloraban su pérdida eran precisamente la gente de a pie que se emociona con las peripecias de East Ender o Coronation Street, series de televisión que llevan treinta años en antena.
La familia real ha preparado un sobrio acto de recuerdo de Diana para el viernes próximo
Más allá de la masa de libros y películas sobre la princesa, una verdad: los 'paparazzi' la añoran
La 'princesa del pueblo'. Preocupada por las organizaciones caritativas, los enfermos de sida, las minas antipersonas, Diana construyó su imagen popular.
Un matrimonio poco real. La pareja empezó a distanciarse en 1984. Una sucesión de escándalos precedió a la separación, en 1992, y al divorcio, en 1996.
Rompecorazones. La joven modosa de familia noble se convirtió en la rompecorazones y símbolo del estilo y del 'glamour' que le dieron fama mundial

En un país donde las clases populares han aportado poco a la idiosincrasia nacional -construida sobre el patrón de la nobleza estirada y las clases altas, famosas por su impasibilidad emocional-, Diana representaba, con su carácter efusivo, a una masa sin voz.

Los Windsor nunca calibraron adecuadamente las dimensiones de la figura mediática que se había construido, y que crecía además a costa de la reputación de la familia real. Cuando el Mercedes en el que viajaba la princesa junto a Dodi al Fayed, de 42 años, hijo mayor del patrón de Harrod's, se estrelló contra uno de los pilares del túnel del Alma, en París, Diana llevaba un año divorciada del príncipe Carlos, del que había comenzado a separarse en diciembre de 1992.

Durante el sórdido litigio previo, la reina de corazones, como se definió a sí misma, había perdido el tratamiento de alteza real, aunque había arrancado a los Windsor una cuantiosa indemnización por los 11 años de desastroso matrimonio con Carlos, nada menos que 17 millones de libras (unos 23 millones de euros). Vivía a su aire, como un eslabón suelto en la rígida cadena dinástica. Salía y entraba sin escolta oficial, porque ella misma la había rechazado, temerosa de que fuera una forma subrepticia de espiarla.

Brown desea evitar que la reina continúe con la tradición de presentar el plan del Gobierno
Los hijos de Diana han sido cruciales para tapar el bache de popularidad de Isabel II

Así que cuando la noticia de la muerte de Diana llegó aquel domingo de agosto al castillo de Balmoral, los Windsor no consideraron ni siquiera la posibilidad de interrumpir las vacaciones y regresar a Londres. Mary Francis, entonces una de las asistentes de más confianza de Isabel II, ha contado recientemente su estupor ante la respuesta que recibió de sus colegas de palacio cuando llamó ese día desde el extranjero para ofrecer su ayuda: "No te molestes en venir, suponemos que su familia querrá un funeral privado", le respondieron. En aquellas horas febriles, Francis sintió el temor de que alguno de los diputados republicanos hiciera un llamamiento público pidiendo el fin de la Monarquía, en vista de la frialdad que mostraban los Windsor hacia la fallecida.

No fue la única persona que temió seriamente por el futuro de la institución. Pero entre estos ilusos no figuraba Graham Smith, portavoz del Movimiento Republicano británico. "No llegó a producirse una situación de riesgo para la Monarquía. Nuestro respaldo popular no cambió demasiado. Entonces y ahora hay un 20% de ciudadanos partidarios de un jefe del Estado elegido por sufragio. Desgraciadamente, en este país no ha habido nunca un debate serio sobre la república".

La carrocería de la gran máquina real ha sido aligerada de los aspectos que más detesta el pueblo
La familia real se mezcla ahora con la gente y ha reducido un poco el séquito que la acompañaba

Si la gigantesca tormenta no trajo vientos republicanos, sirvió al menos para erosionar considerablemente a la Monarquía. "Ni siquiera Isabel II se ha librado de las consecuencias de aquel episodio. Su popularidad no es la de hace veinte años, y cuando, quizá dentro de diez, le suceda en el trono su hijo Carlos, las cosas empeorarán", vaticina Smith.

Cercados por las masas que les reclamaban de manera confusa y brutal más sentimientos y menos rigidez, y espoleados por el terror, los Windsor salieron de su tradicional autismo. Con enorme esfuerzo lograron aparecer conmovidos también ante la profusión de flores y mensajes de afecto a Diana. Y lo que es más importante, tomaron buena nota de la necesidad urgente de afrontar cambios en la relación con sus súbditos. Ni siquiera en aquellos momentos de repudio generalizado la popularidad de la reina descendió por debajo de un 66%. Aun así, en los despachos del Gobierno de Tony Blair se encendieron todas las alarmas.

Diez años después, la crisis parece totalmente superada y el corazón británico sigue latiendo con la Monarquía. Según el instituto de encuestas MORI, sus súbditos han devuelto la confianza a Isabel II y su índice de popularidad se sitúa en un confortable 85%. A esta remontada espectacular ha contribuido un importante trabajo de relaciones públicas, en el que brilla con especial luz la película The Queen, de Stephen Frears, donde los acontecimientos de la muerte de Diana y el posterior duelo son vistos desde la óptica de la soberana. Pero también ha sido necesario introducir pequeños cambios, modificar siquiera ligeramente la carrocería de la gran máquina real, eliminando aquellos aspectos que, en palabras del republicano Graham Smith, "eran los más detestados por la gente".

Hasta hace bien poco, los Windsor podían presumir de ser la familia real más rancia de Europa. Encerrados en sus palacios y residencias campestres como en torres de marfil, vivían rodeados por una tupida corte de servidores, asistentes civiles y militares, nobles muchos de ellos, y sin la más mínima noción del mundo exterior. En su reciente libro Las crónicas de Diana, la periodista Tina Brown cuenta algunos detalles de los complicados rituales que rigen la vida palaciega, construida en torno a la reina. Cuando su marido, el duque de Edimburgo, quiere cenar con Su Majestad, envía una nota a través de uno de los pajes del palacio y espera la respuesta.

Al Fayed proclama desde hace diez años que el accidente fue un compló de los servicios secretos
Compromiso a los 19 años. Nacida el 1 de julio de 1961, Diana Frances Spencer se comprometió a los 19 años con el príncipe Carlos. "La boda del siglo", se dijo.

Nadie sabe cuánto ha cambiado por dentro la vida de los Windsor, pero en los últimos tiempos han hecho grandes esfuerzos por confraternizar con sus súbditos. Finalmente han comprendido que mantener la corona sobre la cabeza, por más que se posean los derechos hereditarios, exige un ejercicio de relaciones públicas permanente.

"Han aprendido la lección de Diana", dice Richard Kay, periodista y amigo de la princesa. "Ahora se mezclan con la gente cuando hacen visitas y han reducido un poco el séquito gigantesco de militares de uniforme y de miembros de la nobleza que normalmente les acompañaba. Aun así son incapaces de tocar a la gente, eso les horroriza".

Los cambios formales han ido acompañados de otros más importantes con la llegada de Gordon Brown al número 10 de Downing Street. El nuevo jefe del Gobierno ha preparado un paquete de medidas para modernizar la Monarquía. Su deseo es dar carpetazo a la tradición de que sea la reina en majestuoso traje de raso, con capa forrada de armiño, la que lea el programa de gobierno en la sesión de apertura del Parlamento. Esa tarea corresponde al primer ministro en otras monarquías constitucionales del mundo. Y la prerrogativa real que permite a la soberana autorizar a los jefes de Gobierno a firmar tratados y declarar la guerra sin contar con el Parlamento tiene los días contados.

La aceptación de estos cambios por parte de la Firma (sobrenombre de la familia real británica) ha sido presentada por los seguidores de Diana como uno de los logros de su vida. Uno de sus principales legados. Lo cierto, sin embargo, como recordaba recientemente un editorialista de The Observer, es que la princesa, lejos de ser una modernizadora, deseaba una Monarquía humana al estilo casi medieval. En las crudas palabras de un gran experto en el tema, Anthony Barnett, su deseo era regresar "a una Monarquía anterior al siglo XVI; una Monarquía querida, capaz de curar a los súbditos mediante la simple imposición de las manos".

Por el contrario, sí puede considerarse crucial en la superación del bache entre la reina y sus súbditos la actitud de los hijos de Diana y Carlos, los príncipes William (25 años) y Harry (22). Sin dejar de aparecer ante el mundo como dos chicos amorosos, hundidos en el dolor por la pérdida de su madre, ambos se han adaptado perfectamente al ritmo de vida de los Windsor.

Y ambos han apoyado en todo momento a su padre, Carlos, en el delicado episodio de su segundo matrimonio con la amante de toda la vida, Camilla Parker Bowles -celebrado en 2005-. El papel de William y Harry ha sido clave a la hora de restaurar la imagen de unidad de la familia real, especialmente por las buenas relaciones que parecen mantener con la mujer de su padre y, al menos en el caso del mayor, con su abuelo y esposo de la reina, el duque Felipe de Edimburgo.

Como era de esperar, este entendimiento ha levantado ampollas entre los seguidores y admiradores de Diana. "Yo les veo totalmente Windsor, parece que les hubieran lavado el cerebro, no tienen nada de su madre. Están pendientes sólo de las cacerías", opina Patti Hisse, dependienta de la librería de la cadena Waterstone's en High Street Kensington, donde Diana compraba sus libros. "Le gustaba mucho todo lo relativo a la astrología. Era una persona cálida, recuerdo que estuvo en la tienda un par de semanas antes del trágico accidente. Por eso me impresionó tanto su muerte". Hisse niega pertenecer al círculo de admiradores de Diana, pero reconoce que la princesa le caía bien. "No era una estirada como su hermana, lady Jane, la que está casada con el secretario de la reina, que viene también por aquí algunas veces". A Patti le impresionaba, además, la dedicación de la princesa a los más desfavorecidos.

La Diana compasiva, que abrazaba a niños moribundos en Angola, acariciaba a ciegos y tocaba a leprosos, conquistaba portadas y corazones. Encumbrada por los medios de comunicación, que establecieron con ella una perfecta simbiosis, una relación de intercambio de favores mediáticos, la princesa llegó a creerse totalmente su personaje. Aprendió a dosificar a la perfección los ingredientes que componían su persona mediática. Repartió el último verano de su vida entre cruceros de lujo en yates de 20 millones de euros, junto a Mohamed y a Dodi al Fayed, y visitas humanitarias, como la que hizo a Bosnia para denunciar el peligro de las minas antipersona.

Mucho se ha criticado la persecución de que fue objeto, sobre todo por parte de los paparazzi de todo el mundo y de los tabloides británicos, pero se olvida que la propia princesa alimentaba el fuego de su mito. Diana llamaba muchas veces a los reporteros para advertirles de sus intenciones de ir a un determinado restaurante o a una tienda. Estuviera donde estuviese, mantenía largas conversaciones telefónicas con sus amigos y conocidos, algunos de ellos periodistas o directamente emparentados con personalidades de la prensa. La cuenta mensual de su móvil (religiosamente pagada por la oficina de su ex marido) podía situarse entre las 5.000 y las 10.000 libras (entre 8.000 y 15.000 euros). La periodista Tina Brown, que coincidió con ella en una cena de gala en Estados Unidos, cuenta en su libro cómo Diana le comentó entre plato y plato que se sentía capaz de resolver ella sola el conflicto de Irlanda del Norte. "Soy muy buena en este tipo de cuestiones", le dijo.

Sus amigos apuntan más bien a otros logros, al referirse al legado de la princesa. "Lo más importante fue su dedicación a los enfermos de sida y su denuncia de las minas antipersona, algo que ahora puede parecer fácil, pero que no lo era en absoluto hace quince años. Desgraciadamente, todo ese legado ha quedado un tanto oscurecido por las circunstancias de su muerte y por todas las especulaciones sobre si fue o no un accidente", dice quien fuera su amigo Richard Kay. Se refiere a la infatigable campaña de Mohamed al Fayed, multimillonario egipcio dueño, entre otras cosas, de los almacenes Harrods, y padre de Dodi, muerto junto a Diana. Al Fayed -un personaje detestado por el establishment, que no ha conseguido un pasaporte británico pese a haber sido condecorado por Francia con la Legión de Honor- proclama desde hace diez años a quien quiera oírle que el accidente del túnel del Alma no fue tal, sino un asesinato urdido por los servicios secretos británicos a las órdenes de Felipe de Edimburgo, y con la colaboración de agentes de Francia.

La investigación judicial francesa determinó que la muerte de la princesa y de su novio fue un accidente provocado por el estado de embriaguez del chófer que conducía el automóvil en el que pretendían llegar al apartamento parisiense de Dodi. Henri Paul, jefe de seguridad del hotel Ritz (propiedad también de los Al Fayed), enfiló el túnel del Alma al doble de la velocidad permitida. La autopsia detectó además abundante alcohol en su sangre y restos de medicamentos antidepresivos. Pero nada de esto consiguió despejar todas las dudas.

En 2004, a las sospechas de Al Fayed se sumaron las alegaciones hechas por el mayordomo de Diana, Paul Burrell. En uno de los libros sobre la princesa que le han hecho millonario denunció que ésta le había confesado en una carta sus temores de que intentaran asesinarla, haciendo aparecer el crimen como un accidente de tráfico. La policía británica decidió entonces abrir una investigación destinada a desbaratar todas esas hipótesis. Una diligencia que rozó aspectos íntimos de la vida de la princesa para rechazar la alegación de Al Fayed de que su hijo y Diana iban a anunciar su compromiso matrimonial cuando se produjo el accidente, y de que ella estaba embarazada.

Las esperanzas de cerrar completamente el caso, como último tributo a Diana coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte, han quedado, sin embargo, frustradas. Una década después de aquella madrugada de domingo, todavía está pendiente la investigación judicial oficial que se realiza en el Reino Unido sobre cada muerte violenta de un británico en el extranjero. Iniciada en 2006, esta instrucción a cargo de un coroner (el juez que se ocupa específicamente de este tipo de casos) ha sufrido toda clase de avatares. El último de ellos, la dimisión del último coroner asignado, lo que ha obligado a posponer la vista hasta octubre, cuando tomará las riendas del caso un cuarto juez.

Al Fayed, motor de todas estas especulaciones, mantiene que el establishment británico no podía aceptar ni remotamente la inminente boda de su hijo, Dodi, con la madre del futuro monarca de Inglaterra. De ahí que urdieran la muerte de ambos dándole la apariencia de un accidente de automóvil. Nadie está en condiciones de afirmar si Diana y Dodi estaban decididos a casarse, tras una relación de apenas seis semanas. Antes de conocer a Dodi, en julio de 1997, en las vacaciones organizadas por Mohamed al Fayed a las que Diana y sus hijos se sumaron felices, la princesa había mantenido un largo y secreto romance con un cardiólogo de origen paquistaní llamado Hasnat Khan. Una relación malograda por el horror de Khan a la publicidad inevitable que presagiaba una vida junto a Diana. La ruptura llegó ese mismo mes de julio, antes de que Diana hiciera las maletas y abordara el jet privado de Al Fayed rumbo a su residencia francesa de Saint Tropez. Su encuentro con Dodi se produjo en un momento de vacío sentimental, y Diana encontró consuelo en el multimillonario admirador junto al que terminaría abruptamente su vida.

La muerte de Diana llevó el silencio a los palacios de Buckingham, Saint James y Kensington. Con los tabloides en el ojo del huracán por las circunstancias de su fallecimiento, los Windsor reclamaron respeto para los príncipes William y Harry, y lo obtuvieron. "La prensa les ha dejado en paz. Habrá que ver qué ocurre a partir de ahora, porque William tiene ya 25 años y no pueden protegerle eternamente", comenta Kay, para quien el interés por los miembros de la familia real ha caído en picado. "Ninguno tiene una personalidad tan atractiva como la de Diana. Por eso se les sigue menos y se publican menos historias sobre ellos. Por un lado es bueno, todo está más tranquilo, menos revuelto. Pero por otro es malo, porque la Monarquía necesita cierta visibilidad para sobrevivir".

La princesa sigue siendo una figura poderosa de la iconografía nacional en el Reino Unido. Su vida, y sobre todo su muerte, siguen inspirando libros, algo razonable si se piensa en la abrumadora fama internacional que alcanzó y en la desesperación provocada por su muerte repentina, a los 36 años, tanto en sus compatriotas como en admiradores de todo el planeta. Consciente del poder que encierra aún la memoria de Diana, la familia real británica ha preparado una ceremonia religiosa para recordarla el próximo viernes 31 de agosto, coincidiendo con el décimo aniversario de su desaparición.

Será un acto sobrio, en el que el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, leerá ante unos quinientos invitados dos oraciones dedicadas a Diana. En estos momentos, el único motivo de crítica para la legión de adoradores de la princesa es que Camilla Parker Bowles, su gran enemiga, estará entre los que tomarán asiento en la Guards Chapel, justo enfrente del palacio real. La mujer que se interpuso en el matrimonio de Diana con Carlos de Inglaterra se ha convertido, sin mayores problemas, en la segunda esposa del heredero del trono. Pero ni siquiera las críticas esporádicas que publica la prensa han alterado el clima de calma y concordia que rodea este décimo aniversario de Diana de Gales.

Una cosa parece cierta: donde más se llora su ausencia, más que en las calles, en las iglesias, en los palacios o en los hospitales, es en las redacciones de los tabloides. Los paparazzi son los que verdaderamente la añoran. Los que probablemente nunca la olvidarán.

La reina Isabel II y el duque de Edimburgo, entre las flores que los ciudadanos dejaron en honor de Diana.
La reina Isabel II y el duque de Edimburgo, entre las flores que los ciudadanos dejaron en honor de Diana.REUTERS
Elton John saluda a los príncipes Harry (izquierda) y William, en el concierto celebrado en memoria de Lady Di el 1 de julio de 2007.
Elton John saluda a los príncipes Harry (izquierda) y William, en el concierto celebrado en memoria de Lady Di el 1 de julio de 2007.REUTERS

Muerte de madrugada tras una jornada frenética

EL 30 DE AGOSTO DE 1997, último día de la vida de la princesa de Gales, fue largo y vertiginoso para ella. Comenzó en el yate Jonikal, fondeado en las costas de Cerdeña, en la feliz compañía de su novio, Dodi al Fayed. Y terminó en el hospital parisiense de La Pitié-Salpêtrière, donde, a las cuatro de la madrugada del 31 de agosto, se certificó su muerte. ¿A causa de un compló o de un prosaico accidente? La clarificación de la manoseada incógnita sería más fácil si se supiera el motivo del frenético ir y venir de la pareja durante las horas previas.

Exponerse, como lo hicieron, a la persecución de los paparazzi por las calles de París es un detalle sorprendente, habida cuenta de que todos los relatos coinciden en señalar la exasperación creciente de Dodi por la agresividad de los perseguidores de la prensa rosa. Desde que aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget el avión privado en el que viajaron desde Olbia (Cerdeña) a París, a primera hora de la tarde del sábado 30, la prensa, previamente advertida por sus colegas desde Italia, no dejó de perseguirles; ni ellos de moverse.

Tras una primera visita a la villa Windsor, en su día residencia de los duques de Windsor —adquirida y restaurada por Mohamed al Fayed—, Diana y Dodi (36 y 42 años respectivamente) se dirigieron al hotel Ritz, en la plaza Vendôme de París. Ocuparon los asientos traseros del Mercedes negro blindado, con cristales tintados, que utilizaba Dodi cuando estaba en París, conducido por su chófer habitual, Philippe Dourneau. En el hotel descansaron unas horas en la suite Imperial. Dodi hizo una breve escapada para recoger de manos del joyero Repossi un anillo que pensaba regalar a Diana.

Hacia las siete de la tarde, pese a la indeseada escolta de fotógrafos, la pareja abandonó el Ritz en el mismo coche, camino del apartamento de Dodi, en la calle Arsènne-Houssaye. En el piso reposaron un rato. Pero a las 21.45 cogieron el Mercedes para desplazarse al restaurante Chez Benôit, elegido por Dodi. A medio camino cambió de idea, irritado por los fotógrafos que les perseguían, y dio instrucciones al chófer para volver al Ritz. Después de cenar en el hotel, la pareja se preparó para regresar al apartamento de Dodi. Absurdamente, en lugar de subirse en el Mercedes blindado conducido por su chófer, Philippe Dourneau, Dodi decidió cambiar de coche —al menos según el testimonio de los dos guardaespaldas de Al Fayed que le acompañaban. Su intención era engañar a los fotógrafos, haciéndoles creer que viajaban con Dourneau, que les esperaba en la puerta principal, mientras ellos abandonaban el Ritz por la puerta trasera, a bordo de otro Mercedes, alquilado a una agencia de limusinas que trabajaba en exclusiva para el hotel. Este automóvil lo condujo Henri Paul, jefe de seguridad del Ritz, que había terminado su jornada, pero que regresó encantado, según unas versiones, ante la llamada de su jefe; según otras, avisado por sus empleados, de acuerdo con sus propias instrucciones. Paul no era conductor profesional ni tenía licencia para este tipo de automóviles.

Henri Paul es, sin duda, la figura más enigmática en toda la historia del trágico accidente que costó la vida a Diana de Gales y a Dodi al Fayed. La persona en la que confluyen los datos más contradictorios. Soltero, de 41 años, la policía británica descubrió que mantenía contactos con los servicios secretos franceses (algo no muy extraño, dado el cargo que tenía en el Ritz) y que poco antes de morir había ingresado una fuerte suma de dinero en metálico en una de las quince cuentas bancarias que poseía. Y el detalle más extraordinario: cuando llegó aquella noche al hotel, Paul iba bebido. Y siguió haciéndolo. Sus colegas del Ritz no notaron, sin embargo, algo anormal en su comportamiento; tampoco los guardaespaldas de Dodi. Pero los paparazzi que esperaban fuera, y con los que salió a parlamentar varias veces, consideraron su conducta extraña, incoherente e incomprensible.

A las 0.19 del domingo 31 de agosto, el coche de alquiler, conducido por Henri Paul, abandonó la Rue Cambon con sus pasajeros a bordo. Junto al chófer, el guardaespaldas de los Fayed, Trevor Rees-Jones. Detrás, Dodi y la princesa. Unos pocos minutos después, el vehículo enfilaba a gran velocidad el túnel del Alma. Al entrar, el Mercedes intentó evitar un Fiat 1 blanco que circulaba mucho más despacio. No lo logró completamente y el Mercedes rozó al turismo, que dejó una huella de pintura en el lado derecho del coche. (Nunca han sido localizados aquel automóvil ni su conductor, pese al lujo de medios empleados en la investigación oficial francesa).

Para en tonces, Paul había perdido el control del automóvil, que se estrelló contra el decimotercer pilar de hormigón del túnel. Dos de sus ocupantes murieron en el acto. El cuerpo de Diana quedó caído en el suelo del coche, en sentido contrario al de la marcha, con la cabeza encajada entre los asientos delanteros. Aunque fue atendida casi de inmediato por un médico que circulaba en su coche, tardó hora y media en llegar al hospital, debido a su estado. El golpe le había desplazado el corazón hacia la derecha, desgarrando la vena pulmonar. Murió a las cuatro de la madrugada del 31 de agosto. Dodi al Fayed fue llevado a la morgue, donde lo recogió su padre, Mohamed, al amanecer. Oficialmente, fue un accidente. Los cabos sueltos siguen ahí.

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