Las cosas cambian
Fabrizio de Corbera, príncipe de Salina, par del reino de las Dos Sicilias, señor de Donnafugata y Querceta, padre, marido y "tiazo", propietario de miles de hectáreas, tres palacios y una vaga "casa junto al mar", veraneante de junio a noviembre, astrónomo -descubridor de los planetas Salina y Svelto, medalla de plata de la Sorbona- excelente jinete, cazador infatigable, aficionado a las faldas y, sobre todo, a un divagar continuo empapado de su carácter sensual, es el protagonista de una de las mejores y más tristes novelas del siglo XX.
El poder de la historia de El Gatopardo es que, empeñada en celebrar la vida en una prodigiosa recreación de su textura, no hace más que conmemorar la presencia de la muerte desde su frase inicial: "Nunc et in hora mortis nostrae. Amen". Ese continuo "cortejo de la muerte" es el asunto principal de la novela, el auténtico reverbero que acompaña al protagonista y, por refracción, a la magnífica troupe de secundarios. Que el perro Bendicó, uno de los correlatos objetivos más encantadores de la literatura, acabe disecado y en un basurero es mucho más importante que la estrategia (fatal) de aggiornamento de la casa Salina. La variante del proverbio "Mientras hay muerte, hay esperanza" merece mayor atención -y a buenas horas lo digo-, que la cansina, malinterpretada, cuando no erróneamente citada: "Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie".
Podría haber dicho: "La bellota no cae lejos de la encina", y los cínicos de salón andarían repitiendo como papagayos
La historia empieza cuando el príncipe, al hallarse en esa difícil edad de los 50, se siente algo fastidiado, aunque no mucho, por el desembarco en las costas sicilianas de Garibaldi en el inicio de la unificación de Italia.
A ello, no tanto por ello, se une la necesidad de enlazar a un miembro de la familia con la pujante y muy paleta burguesía terrateniente. El vivaz, oportunista y arruinado Tancredi Falconeri es el elegido para acercar a los Salina a la prosperidad mercantil en un quid pro quo tan viejo como la civilización y que una aristócrata francesa del XVIII, menos sutil que don Fabrizio, denominó "no nos queda otra que ir estercolando nuestras tierras".
Don Fabrizio es un aristócrata de los de antes, no hay duda, pero no resulta un tópico, ni una caricatura, ni un arquetipo. Su modo de valorar el mundo que le rodea, los hombres y las cosas, es producto de una visión bifocal que llamaremos piedad implacable. Ese modo paradójico, que tan buenos resultados literarios proporciona, brillantes a veces, humorísticos otras, siempre afilados, no hace por ello más lúcido al personaje, ni logra desde luego que tenga conciencia cierta de lo inverso: el modo en que otros le valoran.
Don Fabrizio piensa mucho y piensa bien, se deleita en amenas y refinadas meditaciones para luego, a la larga o la corta..., equivocarse siempre. La intuición de ese continuo error, nunca asumido, es lo que hace que el lector no sólo le profese simpatía, sino una especie de amor filial. Y no nos engañemos, don Fabrizio no nos resulta conmovedor pese a ser noble; se hace entrañable, precisamente, por serlo.
Así, cuando el vivales de Tancredi justifica el enrolarse en las filas garibaldinas con el exitoso lema que si queremos que todo siga igual, etcétera... podría haber dicho perfectamente "La bellota no cae lejos de la encina" y ahora eso sería lo que todos los cínicos de salón andarían repitiendo como papagayos. Tancredi es huérfano de una familia arruinada y ve una oportunidad de prestigio y ascenso en la revuelta liberal.
Es don Fabrizio, las ganas de creer al sobrino y su propensión a enredarse en los propios juegos mentales, quienes dan categoría de ley a una simple frase. Ese autoengaño es el motor de la novela. Todas las meditaciones del príncipe, y no pocos de sus actos, llevan el marchamo de una frase ajena, dicha algo por decir. En vida, el príncipe aún se da cuenta, al menos en el terreno político, de que nada de eso era cierto. El resto, el destino de los Salina, es un desastre absoluto. Así, y a fin de cuentas, generación tras generación, algo cambia y sólo siguen idénticas Sicilia y nuestra condición mortal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.