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Reportaje:MIS PERSONAJES DE FICCIÓN | FORTUNATA

La casa de Cuchilleros

Andrés Trapiello

Suelen suceder alrededor de estas dos novelas, del Quijote y de Fortunata, cosas que se dirían prolongación de su historia, y no ya porque nos parezca que la realidad supera a la ficción o al revés, sino por venirnos a declarar algo que oscuramente adivinamos, a saber: que después de ellas ficción y realidad son parte indisociable de algo que no es en principio ni verdadero ni falso: la vida.

A los pocos meses de publicarse cierto librito mío sobre Cervantes, hace ya de esto quince años, me telefoneó un desconocido. Se excusó por irrumpir en mi vida de aquella manera. Era la voz de un hombre mayor, apagada y entonada en acentos caribes. Quería corresponderme como lector, me dijo, con un regalo especial: una copia del Quijote hecha por él. Conviene recordar que por entonces el uso de los ordenadores era aún restringido y desde luego no existía ninguna copia del Quijote en soporte informático. Se trataba por tanto de un regalo, para mí al menos, tan raro como precioso. Al contrario que el Pierre Menard de Borges, le había llevado a esa penosa tarea de copista no la emulación sino la simple gratitud hacia Cervantes y el querer estar aún más cerca de sus palabras. El silencio con que escuchaba yo las suyas le llenó de inquietud y creo que llegó a pensar que le estaba tomando por un loco, uno más de los orates que parece haber propiciado el libro de Cervantes, así que se apresuró a decirme su nombre, Luis de Luis, y el de su mujer, la actriz Aurora Bautista, que le había asistido dictándole el libro. Fue una salvaguardia, como si me dijera: "Puede usted dudar de mí, ¿pero se atrevería a dudar de Aurora Bautista?". Quedamos amigos y yo muy agradecido, y al poco tiempo me llegó, por el mismo conducto, la copia de Fortunata y Jacinta, después de haberle dicho yo medio en broma que empezando por don Quijote lo lógico sería seguir por Fortunata, las dos criaturas más vivas e incombustibles, siendo ambas pura llama, de toda la literatura española. Aquel nuevo regalo llegó muy oportuno, y un día, como otros muchos en que iba a almorzar a casa del pintor Ramón Gaya que vivía en la misma calle de Cuchilleros, pasé por delante de la casa donde quiso Galdós que viviera su Fortunata, a la que podía accederse, como es sabido, por Cuchilleros o por la Plaza Mayor. Estaba el portal abierto y acaso porque siempre lo había encontrado cerrado, entré y, obedeciendo no sé que impulsos, empecé a subir las mismas escaleras que subió Juanito Santa Cruz el día que conoció a Fortunata. No obstante, no dejaba de ser aquello un espejismo, porque en todo caso, siendo entes de ficción, ni Fortunata ni Estupiñá ni el señorito Santa Cruz habían podido estar allí nunca... ¿O no?

¿Desde cuándo es pecado amar, incluso a quien como Santa Cruz no vale casi nada?, parece decirnos una amanteLa casa de Cuchilleros

Fue entonces cuando sucedió algo extraño. En el rellano del cuarto piso me encontré a una mujer de unos treinta años, a quien tomé en un primer momento por inquilina. Permanecía inmóvil, como anonadada, y lloraba a lágrima viva. La situación fue muy embarazosa también para ella, que debió de pensar que el inquilino era yo. Sólo acertó a decirme para justificar su presencia allí: "Aquí vivió Fortunata". Lo proclamó con un sollozo angustioso. Reaccioné de una manera pueril y embrollada, le pedí perdón, no sé por qué, y corrí escaleras abajo. Desde luego aquella mujer era, como yo mismo, alguien que quería agradecer secretamente no ya a Galdós, sino a un ser como Fortunata, el hecho de haber existido y haber amado apasionadamente, ajena a la noción de culpa. ¿Desde cuándo es pecado amar, incluso a quien como Santa Cruz no vale casi nada?, parece decirnos una amante de la que habría hecho bien en aprender algo la emperejilada y sotanera Ana Ozores.

Con otra luz o siendo yo un poco más impresionable habría pensado que se me había aparecido el fantasma de la hermosísima "Pitusa". Pero no, lo cual no quita para que no me reproche mi precipitación, que me dejó vagamente desasosegado y sin saber algo de aquella afligida mujer a la que sorprendí cierto día de junio llorando frente a la puerta del angosto bastión donde vivió Fortunata.

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