Señor juez
Querido señor don Fernando Ferrín Calamita: Espero no perturbarle en estos momentos difíciles para usted. No todos los días el Consejo General del Poder Judicial sanciona a un juez. Entiendo que esta sanción pueda suponer un borrón en su carrera. O tal vez no, tal vez el castigo no esté pensado tanto para humillar como para inducir a la reflexión. Dicho en términos cristianos, al propósito de la enmienda. El Consejo General le sanciona por la sentencia que usted dictó en la que negaba la custodia de una niña a una madre lesbiana. Dado que los vocales del Consejo aún no han decidido en qué consistirá dicha sanción, me atrevo a proponer una serie de medidas encaminadas a su rehabilitación, al estilo de esos servicios a la comunidad que imponen los jueces americanos y que aquí nos parecen risibles porque los conocemos ligados a personajes o personajillos sin sustancia (por ejemplo, Paris Hilton, Naomi Campbell...), pero que tienen su utilidad, y en este caso estarían en consonancia con sus profundas creencias religiosas. Como usted sabe, Jesús creía activamente en la reinserción de los pecadores (por ejemplo, María Magdalena, el buen ladrón...). Si en mi mano estuviera, yo le sancionaría a usted pasando una temporada entre gays, lesbianas, progenitores con hijos no biológicos, progenitores divorciados, etcétera. Resumiendo, con ese tipo de seres humanos que usted encuentra inadecuados para el correcto funcionamiento de la familia. No creo que como resultado de esta convivencia acabe usted saliendo en una carroza del Día del Orgullo Gay (aunque sería una bomba informativa), pero puede que terminara por entender que las preferencias sexuales de los progenitores no influyen en la estabilidad emocional de los niños cuando éstos viven en una sociedad tolerante. La nuestra, oiga, parece que lo es. Según las encuestas, la mayoría acepta la adopción por parte de parejas gays. Eso siendo como somos mayoritariamente católicos, aunque unos católicos, para su disgusto y el de la Santa Madre Iglesia, algo perezosos a la hora de practicar y tendentes a vivir y a dejar vivir. He leído también, señor mío, que sus colegas quieren que se le hagan pruebas psicológicas para descartar que lo suyo es un trastorno. Sea o no sea, todo es posible, le diré que conozco a individuos tan equilibrados como cualquiera a los que se les hincha la vena cada vez que oyen la expresión "matrimonio homosexual"; piensan, predarwinianamente, que las cosas y los hechos nacen ya con palabras adjudicadas de antemano, como si los niños nacieran con una etiqueta con el nombre, Jessica o Jose Mari. También conozco a seres que, no habiendo reparado jamás en la presencia de un niño, andan muy preocupados ante la posibilidad de que una criatura abandonada quede en manos de una pareja del mismo sexo; conozco a otros que escriben columnas en las que prácticamente llaman asesinas a las mujeres que abortan, a algunos que definen como insensatas a las señoras que quieren tener hijos y compartirlos con otra mujer. A esos individuos tan cargados de razón les pasa como a usted, que no saben nada, que no ven más allá de sus narices, que desconocen la materia de la que están hechos los seres humanos. Esos individuos tan justos quieren ignorar que no es nuevo el que haya hijos de lesbianas y de homosexuales, que los ha habido siempre, con la diferencia de que aquéllos tuvieron que ocultar su condición como si fuera un pecado y vivieron una vida falsa, transmitiendo a sus hijos una personalidad frustrada que los hijos nunca acabaron de entender. A esos individuos, a usted mismo, les llevaría a esas "convivencias", sí. También les haría leer literatura, pero leerla de verdad, leer esos novelones decimonónicos que aparentemente no tenían ni maricones ni lesbianas que afearan el argumento, pero que en realidad ocultaban la verdadera naturaleza de unos personajes a los que los autores cambiaron de sexo para disimular su propia falta. ¡Ah, hay tantos! ¿Cómo es posible juzgar a los seres humanos si no se les conoce? ¿Cómo es posible preferir un mundo en el que las verdades tengan que seguir caminos subterráneos? Conozco gente, como usted, que se pone enferma sólo de pensar que un hombre pueda llamar a otro hombre "mi marido" y que una mujer pueda llamar a otra "mi mujer"; gente que cree que el diccionario nunca se ha modificado, que nació de un repollo. Pero usted mismo sabe que la palabra justicia significa cosas muy distintas según el país en el que se pronuncia. Si una mujer la pronuncia en Arabia Saudí, la palabra justicia es microscópica; en España, la palabra se agranda, porque verdaderamente puede ser una gran palabra, cargada de belleza y humanidad, y no hay que ceder ni un paso ante quienes quieran empequeñecerla. "Gracias, Dios mío, por no haberme hecho negro, ni mujer, ni perro", dice un personaje de William Faulkner. Hay que estar alerta para que esa oración cambie su sentido aquí y allá: gracias, Dios mío, por haberme hecho negro, lesbiana, maricón. Gracias, Dios mío, por haberme hecho perro. La justicia no es ni más ni menos que la lucha por invertir la maldición de ser considerado inferior, inmaduro o incapaz. Le aseguro que soy una persona de orden, ni radical, ni agresiva a la hora de defender mis principios; algunos hasta me tendrán por conservadora. Qué importa. Pero hay actitudes que me sublevan. Tal vez esta carta no sea para usted (dado que cabe la posibilidad de que no esté en sus cabales), pero sí para aquellos que meten las narices en lo más privado de la gente, el corazón, y el corazón tiene razones que la razón no entiende. El único problema que podríamos encontrar si la propuesta de rehabilitarle con "convivencias" saliera adelante es que va a ser difícil encontrarle una familia que quiera acogerle.
Dios guarde a usted muchos años.
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