Los magos del balón
HAY UN MOMENTO dramático en esta vida, y es cuando ya no eres la más joven de un grupo. Más dramático, cuando eres la mayor. Más aún: cuando piensas, tontamente, que conseguirás camuflar los años de distancia que hay entre ese jovencito que te habla con arrobo y tú. Dramático momento ulterior: caes en la cuenta de que ese arrobo no es romántico, es el arrobo del estudiante por la señora Robinson. Trágico momento: el jovencito te pregunta algo sobre "los de tu generación", y con la pregunta se te cae literalmente el mundo al suelo, porque es cuando percibes que hay una parte de tu vida que él sitúa en ese pasado mítico de la juventud de sus padres, o sea, que tú, señora Robinson, eres para él otra de aquellas tías de la movida, Nacha Pop, Gabinete Caligari, Alaska de pequeña, Burning, Los Secretos, Os Resentidos, etcétera. Pobre señora Robinson. La admiración de los jóvenes tiene una parte dolorosa. Pasas de la envidia cochina a mirarles con distancia irónica cuando te cuentan que hay abierta una web con las series míticas de su generación. Pero qué coño generación ni generación, pienso. ¿Con veintitantos años, uno ya tiene derecho a recordar? ¡Me niego! Para ahondar aún más en la herida se ponen a recordar Like a virgin, de Madonna, como la canción que cantaban en el recreo de preescolar. De ahí pasamos a los gloriosos años de Los Fruitis. De ahí a cantar, con sonrisa nostálgica, la emotiva canción de David el Gnomo y el himno de Oliver y Benji, ¡los magos del balón!, un himno que derrocha camaradería y que bien podría servir de inspiración para nuestro himno nacional. Yo, mujer sin moral ni principios, me sumo a cantar esos himnos infantiles como la primera; callando, claro, que para mí aquellos años fueron los de cambiar pañales y poner colacaos. Ahora yo os pregunto: si los jóvenes que nos nacieron en los ochenta, tan apañaditos, tienen ya su página web y su memoria histórica, qué hacemos nosotros. Habrá que organizarse. El otro día, Javier Marías hablaba de esos libros y películas, por los que sientes devoción y que has de compartir, no sin cierto desagrado, con personas que no te merecen ningún respeto. Por fortuna, hay años previos a nuestros juicios, prejucios; años en los que los listos y los tontos, los de los mocos colgando y los hiperaseaditos, los pequeños Zapateros y los pequeños Rajoys, comparten sin problemas la misma marea cultural. O sea, Los Picapiedra. Si en algo me ha decepcionado la vida es en lo poco que se parecía a Los Picapiedra, porque para mí era el súmum. Curiosamente, en aquellos años vivía yo en un mundo bastante parecido al de Los Picapiedra: chalecito, campo seco y una impresionante obra al lado de casa; mis padres se parecían a Pedro y a Vilma, y teníamos vecinos como el Enano y Betty. Ahora que ya soy la señora Robinson rememoro mi infancia como una viñeta de Los Picapiedra. Eso mismo le decía el otro día en Los Angeles a Raúl García, creador de dibujos animados que hizo las Américas. Llegamos a una vieja hamburguesería llamada Bob's, y juro que tuve la sensación de estar bajándome del troncomóvil. Qué epifanía. Me dieron ganas de besar el suelo. La felicidad se completó cuando Raúl, a día de hoy mi héroe, me contó que él empezó en un pequeño estudio que Hanna Barbera abrieron en Madrid para que se dibujaran a destajo historietas de Los Picapiedra. Así es la vida, nos pasamos la vida siguiendo los pasos de Pataki, Cruz, Vega o Banderas y desconocemos cuáles son los mayores artífices de nuestra felicidad. Raúl, que trabajó para Disney, que dibujó el genio de Aladdin, que dedica ahora toda su energía a dibujar una película de animales valerosos que luchan contra quienes quieren extinguirlos, vive construyendo lo que luego será el recuerdo de los hombres futuros, un recuerdo extraño porque siempre es más bello que la vida. Lo sorprendente de Los Ángeles, hablábamos, es que en su arquitectura de los cuarenta, de los cincuenta, reconocemos las casas que aparecen en los dibujos, esas hileras de casitas con jardín que son la imagen misma del paraíso; también el paisaje es el propio del Coyote, del Correcaminos, y las patios traseros los escenarios de las correrías de Tom y Jerry; todo eso está ante nuestros ojos, intacto, y probablemente hubo un tiempo en esta ciudad en que los creadores que llegaron de Europa, músicos, directores, dibujantes, disfrutaron aquí de la luz y la belleza, de un entorno de nuevos ricos con estilo. Hoy, no. Esa belleza está ahí, iluminada aún por la misma luz hiriente; pero los coches, que ya no son troncomóviles ecológicos, sino ostentosos 4×4, han convertido la ciudad en un lugar fantasma cruzado por autopistas, por esas autopistas por las que Paris Hilton anda borracha y sin carné. Casitas rodeadas de jardines en los que no se ve jamás a un niño. Éste es el tipo de estructura urbana que los arquitectos defendían en los años ochenta: ¡la ciudad debe trazarse a la medida del coche, el peatón es algo obsoleto! Afirmaciones así se hacían en los periódicos. Ahora se contienen porque ha llegado el momento Gore, el de la contención energética. Pero en aquellos ochenta, en esa década en la que yo ponía colacaos y cereales a estos jovencitos Oliver y Benji que ya tienen su web para el recuerdo, defender la ciudad del paseante era tan cutre como defender el mundo de Los Picapiedra. Hoy, sin embargo, esa serie debería ser premiada como ejemplo de energías sostenibles: dinosaurios que empujan coches, cocodrilos que trituran la basura, pajarillos que hacen sonar con el pico los discos... Esto le contaba yo al jovencillo arrobado que me quiso aclarar: "Mi generación es que es más de la película". Golpe bajo para esta pobre señora Robinson.
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