Antón brilla donde los favoritos se esconden
El joven ciclista de Galdakao acaba tercero en el Ventoux, donde se hundió el ex líder Vinokúrov
El martes por la mañana, cuando el gigante de Provenza, aún era más que una amenaza cercana, una página más del libro de ruta de la Dauphiné Libéré, a Igor Antón, joven ciclista de Galdakao, ya se le ponían los pelos de punta al pensar en él. "No, no, nunca he subido el Mont Ventoux", decía. "Sólo lo he visto de lejos. El año pasado, cuando bajábamos por la autopista, vi una silueta tremenda en medio de la llanura, como una enorme pirámide, una montaña única, y, a lo bobo, dije a los compañeros del coche: 'esto es el Ventoux, ¿no?', y ellos me dijeron, sí, sí. Y sólo pensar ahora que lo voy a tener que escalar junto a estos monstruos como Vinokúrov, Menchov compañía, me entran escalofríos".
Pero ayer por la tarde, cuando el Ventoux era más que una presencia palpable, cuando la montaña lejana, siempre coronada con un halo de bruma se había convertido en una carretera empinada de asfalto interminable, viñedos, luego bosque y, finalmente, el paisaje lunar de piedras blancas descarnadas rodeando el monolito que recuerda la muerte de Simpson, Igor Antón, joven de gran talento, no tembló ni esto. Los favoritos del Tour, ésos, Vino -secundado por otro joven español de de gran calidad y capacidad de sufrimiento, el manchego José Antonio Redondo, su gregario de confianza-, Menchov, Leipheimer, jugaban al escondite; un favorito de la Dauphiné, el loco Moreau, el rodador grandote que ha descubierto a los 36 años que tiene alma de escalador y que quiere ser como Virenque, había roto ya los esquemas con un ataque despendolado a 10 kilómetros de la cima; otro del Dauphiné, Kasheckin, el otro kazajo, calculaba los tiempos -terminó el día de líder por 14 segundos sobre Moreau, que terminó ganando la etapa-; otro favorito de todo, Alejandro Valverde, marchaba perdido, entre los coches, acompañado de su fiel Txente García Acosta, con una mano en el manillar y la otra en el estómago -lo había vomitado todo desde la noche anterior: su manera de interiorizar los conflictos: ni el primperán le salvó, ni el insomnio le perdonó: perdió casi media hora, pero terminó, sabiendo que el fin de semana, los Alpes, puede ser otra novela-; y en medio de ese teatro, a cinco de la meta, cuando el vendaval, el frío, más azotaban las desnudas laderas, Igor Antón arrancó. Saltó con fuerza, valiente, con elegancia: con la convicción de quien sabe que la soledad es la única compañera de los escaladores. Acabó tercero -a Moreau le había acompañado el fino polaco Szmyd-, pero dando la impresión de que si aquello hubiera durado un kilómetro más habría podido ganar un puesto. "Pero qué va", dijo, consciente también de sus limitaciones, "si ataco un kilómetro antes, antes me cogen detrás".
Mientras, en el grupo bueno, otro joven español de talento, Alberto Contador, descubría cómo no hay que padecer de ansiedad, no hay que ser impaciente, para poder llegar muy lejos.
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