Superioridad total del New Zealand sobre el italiano Luna Rossa
Quien ayer era Dios hoy es un pelele; quien fuera Hércules al rato parece un trapo. No hay otra actividad humana en la que se asciende a los cielos y se caiga en los infiernos en cuestión de horas. Sólo el deportista vive en la permanente tortura de ducha caliente, ducha fría; triunfo o humillación.
Si en la primera regata de esta final Luna Rossa no planteó gran batalla y sucumbió por ocho segundos, ayer peleó en la presalida, a sotavento y a barlovento, a babor y a estribor. Pero su resultado fue descorazonador. Llegó 40 segundos después. Una victoria contundente de la máquina de New Zealand, que parece imbatible.
Ayer Luna Rossa no perdió por rehuir la pelea, sino por provocarla. Plantó cara desde la presalida, se arriesgó a que lo penalizaran, se enzarzó en una lucha de viradas. Hasta 22 giros en el primer largo, con final demoledor: 25 segundos por detrás en la primera baliza; en la segunda, a favor de viento, tampoco se dejó ir; trasluchada va, y trasluchada viene, hasta siete, y al llegar a la baliza, la moral por los suelos: 35 segundos de desventaja. Luna Rossa no cejó; peleó en la siguiente ceñida, más y más viradas, más y más cruces; los kiwis con el mismo celo que si llevaran un metro de ventaja en lugar de 200; tercera boya, y la diferencia de New Zealand aumentando.
Ni en el cuarto y último largo se rindió Luna Rossa, pero sin frutos. Si el viernes Luna Rossa obtuvo una derrota digna, ayer su pelea total resultó suicida. Spithill y sus hombres parecieron guiñapos en manos de los imperturbables kiwis. Pero eso fue ayer; hoy quién sabe. La vida del deportista es un tobogán.
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