Doble pareja
Dos de los más grandes deportistas españoles, Fernando Alonso y Rafael Nadal, la mano más rápida de la parrilla y el brazo más fuerte del cuadro, llegan a una nueva encrucijada profesional: Fernando tiene detrás a Lewis Hamilton; Rafa tiene delante a Roger Federer. Aunque sus rivales proceden de distintas tribus, ambos forman parte de una misma categoría de problemas: Lewis ha conseguido en menos de un año el crédito de los aspirantes que no han aprendido a perder; Federer ha recuperado en una tarde la aureola del campeón que vuelve a ganar.
Fernando se medirá a Hamilton en un escenario que recuerda más a una montaña rusa que a una pista de competición. Fiel a su leyenda, Montecarlo es un torbellino de rampas, túneles y quitamiedos que componen una secuencia delirante: atrapados en el circuito, los banderines, las jardineras, los semáforos, las pizarras, las luces de frenada y los mástiles que asoman por la línea del puerto se confunden con la mancha borrosa de los pianos. En la fiebre de la carrera, sobre el chicharreo de los transmisores y las bocinas, cada vuelta es para los pilotos la repetición de un decorado móvil y para los espectadores la representación urbana de una cinta sin fin.
Ante una situación tan apurada, los corredores deben actuar como piezas de relojería. Probablemente la carrera se decidirá en un juego infinitesimal de aciertos y errores. Por eso Fernando deberá desplegar los recursos que marcaron su estilo: las arrancadas que sacaron de quicio a Kimi Raikkonen, las frenadas que sacaron de punto a Michael Schumacher y desde luego su falsa frialdad, la precisa mezcla de cálculo y empuje que hace de él un mal enemigo. Ya ha descubierto en Hamilton una nueva excusa para volar, pero, por si necesita estímulos especiales fuera de su propio equipo, ahí están los ferraris de Jean Todt, cuyos límites desconocemos por ahora. Sabemos que van por las paredes y que, tan rápidos y tan inestables, parecen dos naves extraterrestres gobernadas por un lunático y un marciano.
El caso de Nadal es un clásico en la mitología del deporte. Ha coincidido con uno de esos adversarios que alcanzan la excelencia y que por ser como son dan su nombre a las épocas. Sin Federer, Rafa habría sido un joven rey predispuesto a disfrutar de un apacible reinado. De cuando en cuando, más para dar trabajo a los historiadores que para defender su corona, rivalizaría con algún pretendiente. Sin embargo, ha nacido en el territorio del campeón y, salvo que en París dé un definitivo golpe de autoridad, puede convertirse en el eterno aspirante o, más exactamente, en el eterno perseguidor.
Ganen o pierdan, estaremos en deuda con ellos. Si ganan, les deberemos la sonrisa; si pierden, les deberemos la emoción.
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