Francia: un tren con retraso
EN UNA CENA en casa de unos amigos en París, alguien dijo: "Los españoles os habéis modernizado tanto que a menudo debéis pensar que los franceses somos provincianos". Era evidentemente una pregunta retórica que sólo tenía una respuesta: "No". Pero a mí se me ocurrió decir: "Sí". Y el estupor se apoderó de la conversación. Durante un par de siglos, Francia emitió ideas y proyectos que contribuyeron a configurar la modernidad. Sin embargo, desde hace tiempo, probablemente desde después de la II Guerra Mundial, Francia ha ido perdiendo la capacidad de servir nuevos platos ideológicos de consumo universal.
Francia llega con retraso a casi todos los cambios. Consolidó el Estado de bienestar cuando Inglaterra y Alemania ya estaban pensando cómo reformarlo; se hizo con la bandera de las movilizaciones del 68, pero no entendieron que aquello era el principio de la transición liberal; apenas ha empezado el proceso de descentralización que otros países ya han culminado, y ahora parece decidida a asumir la revolución conservadora, 20 años después de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher. Tanto es así, que la historia se ha invertido. Los demócratas y liberales españoles siempre habían visto en Francia un referente contra la cultura reaccionaria que en España desarrollaron la espada y la cruz. Y, sin embargo, España tomó carrerilla durante los años ochenta y ahora es Francia la que mira hacia aquí. Cuando Felipe González llegó al poder entendió enseguida que lo que no tenía que hacer era lo que el Mitterrand del programa común de la izquierda estaba haciendo en Francia, y buscó las referencias en Alemania. Ahora, esta mezcla de thatcherismo y bonapartismo que propone Nicolas Sarkozy es un intento a la francesa de hacer unas reformas que ya hicieron el PSOE y el PP. Y la alternativa, Ségolène Royal, tiene mucho de zapaterismo a la francesa, es decir, con mayor carga de vestimenta ideológica y de retórica moral. Si ganase Ségolène Royal, probablemente se afirmaría el eje hispano-francés, que ya empezó a funcionar con Chirac, sobre la base de cierto antiamericanismo al que España y Francia son tan sensibles por razones diferentes. Francia ha vivido mal que Estados Unidos le robara el papel de principal suministrador ideológico del mundo. Y si gana Sarkozy, que es lo más probable, Zapatero buscará el modo más natural de incorporarse a un renovado eje franco-alemán. De hecho, el candidato de la derecha francesa ya ha dicho que cuenta con él.
Hay, sin embargo, algo que envidiar a los franceses: el sentido de la crítica y el gusto por el debate intelectual. Esta pasión, tan anclada en la cultura republicana, tiene mucho que ver con las altas participaciones electorales. Pero el debate de ideas requiere transformación política. Y esto es lo que falla en unas instituciones anquilosadas. Así se entiende la incomprensible persistencia de una extrema izquierda que suma cerca de un 10% de los votos sin aportar una sola idea nueva, simplemente sobre la base del voto de protesta; y la consolidación de una extrema derecha que ha atraído el voto obrero sobre la base de un discurso antisistema. El no a la Constitución Europea, ejemplo de esta pasión contestataria, es un ejemplo del hacer francés. Coloca a Francia otra vez con retraso respecto a los trenes de la historia, pero tiene el aspecto positivo de desvelar la realidad que el proceso constitucional quería disimular: que la ciudadanía ha sido incorporada tarde y mal al proceso europeo. Y, sin embargo, es incapaz de construir una respuesta política a partir del rechazo.
Esperábamos que Francia nos enseñara el camino para salir de la revolución conservadora y, sin embargo, parece decidida a meterse plenamente en ella. Si Francia respondiera a su vieja vocación vanguardista, daría un paso adelante eligiendo a una mujer -Ségolène Royal- dispuesta a buscar en una VI República las instituciones adecuadas para sincronizarse mejor con el pulso del siglo XXI y decidida a liderar una política que rompa el círculo pernicioso de las certezas ideológicas, que es el que ha frenado a Francia en el siglo XX. Pero la Francia actual parece más decidida a confiar en Sarkozy para que, con veinte años de retraso, les coloque en la línea de aterrizaje de la ortodoxia económica, al son de la ideología nacional: identidad, autoridad, familia, trabajo. En la Francia hipercrítica, la agenda política la ha impuesto un partido antisistema: la extrema derecha. Lo cual garantiza que el tren francés seguirá llegando con retraso.
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