Un hombre, dos botas
Una de las más curiosas derivas del galician way of democracy es la progresiva sustitución de la conquista del voto por el acaparamiento del electorado. Es también de las menos felices, por cuanto significa optar por la cantidad en detrimento de la calidad. En contra de la tradicional excelencia y especificidad de los productos gallegos, el censo se da en cualquier tipo de tierra, sean las planicies lucenses de Bonxe o las argentinas de la Pampa. Y, sobre todo, es paradójico que crezca la nómina de electores mientras Eurostat, la oficina estadística de la Unión Europea, predice que en el año 2030, Galicia tendrá 276.000 habitantes menos de los que ahora tiene.
El fenómeno quizás sea una muestra más de la permanente búsqueda del equilibrio que nos caracteriza. Hasta hace poco, antes de que se precipitase el genocidio subvencionado de la sociedad rural, del campo gallego vivían un millón de personas que criaban a un millón de vacas y a otros tantos cerdos. La unidad poblacional áurea era un campesino-una vaca-un cerdo. En lo residencial llevamos el mismo camino: el censo de población y viviendas 2001 del INE contabilizaba 1.308.922 pisos o casas y 2.695.880 personas. Una media de un techo por pareja, que en breve convergerá hacia la de un piso per cápita, si tenemos en cuenta la deflación demográfica y la inflación constructora.
En cuestiones electorales, la tendencia se da de forma más lenta, pero igual de testaruda. Los electores físicamente ausentes (los emigrados), en la actualidad un 13% del cuerpo electoral, darán en verano un salto de gigante, hasta el 20%, aproximándose al porcentaje medio del 35% de electores políticamente ausentes (los abstencionistas). En algunos lugares como Avión o Bande, los físicamente ausentes ya han conseguido ser la mitad del censo electoral y en medio centenar de ayuntamientos son como mínimo la quinta parte. En números absolutos, los ausentes con voto presente rondarán los 500.000 (Francia, con toda su grandeur, no tiene en total más que 800.000 censados en el extranjero), circunstancia que convierte a Galicia, una vez más, en país pionero (en Europa, porque en el mundo hay más ejemplos de enormes porcentajes de televotantes, como Ecuador o Cabo Verde).
En realidad, pioneros siempre lo hemos sido. Nikolái Gogol en su novela Almas muertas narraba las peripecias de Pável Ivánovich Chíchikov, un hombre que recorría el país comprándoles a los propietarios rurales los nombres de los siervos ya muertos, para así acceder a la aristocracia. Aquí llevamos años aplicando un sistema similar, pero los Pável etcétera lo que ganan o pagan son seis euros por nombre y correspondiente voto (lo que no deja de ser andar tirando los precios, tal y como están las cosas. Posiblemente el auténtico beneficio de los Pável sea cuando, ya metidos en trámites, compran al emigrado las tierras que todavía tiene aquí al precio de allí). Y también llevan tiempo produciéndose empadronamientos paranormales, en los que decenas de vecinos caídos del cielo toman cuerpo censal en domicilio del señor alcalde. Y centenares de solicitudes de votación por correo cubiertas con la misma letra y por el mismo sistema que utilizaba San Isidro para arar, el del ángel solidario. Nunca ha pasado nada, porque "lo hace todo el mundo", que es un argumento que no sirve ante la pareja de Tráfico que te para por ir a 70 kilómetros por hora en un tramo limitado a 50, pero sí en el planeta municipal.
Nos ahorraríamos todos estos poltergeist electorales si imperase el sentido común. Al igual que la doble nacionalidad permite a un venezolano-gallego votar aquí y allá, los que trabajan y viven a caballo de la Costa da Morte y Canarias deberían tener derecho a urna en los dos sitios. Y a los gallegos a secas tendrían que dejarnos elegir tanto al alcalde de nuestra ciudad como al de la aldea a la que vamos cuando podemos. La reivindicación "un hombre, un voto", progresista en su día, está más que obsoleta. Demasiado igualitarista y simple para estos tiempos fragmentarios y complejos.
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