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LECTURA

La pasión por silenciar

El Nobel de Literatura surafricano reflexiona en varios ensayos sobre los diversos tipos de censura

En el curso del traspaso de poderes iniciado en 1990 en mi país de origen, el aparato de censura estatal ha caído prácticamente en desuso; al mismo tiempo, se derrumbaban los sistemas homólogos de la URSS y el antiguo bloque del este de Europa. Por otra parte, el consenso liberal sobre la libertad de expresión que tal vez antaño podía decirse que reinaba entre los intelectuales occidentales, y que de hecho contribuyó en gran medida a definirlos como colectivo, ha dejado de imperar. En Estados Unidos, por ejemplo, hay instituciones de enseñanza que han aprobado prohibiciones sobre ciertas categorías de expresión, mientras que la agitación contra la pornografía no se limita a la derecha. Incluso en Suráfrica, donde cabría haber esperado alguna resistencia entre una intelectualidad con experiencia directa de la censura, la tendencia ha empezado a cambiar. Por ejemplo, académicos y editores, grupos que antaño se oponían firmemente a la censura, han colaborado con las autoridades educativas -como contribución a una Säuberungsaktion general- en la supresión de palabras ofensivas desde el punto de vista racial en las nuevas ediciones de clásicos en lengua afrikáans.

La institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, e incluso la espiritual, de la comunidad
Rushdie se ha convertido en representante de todo un estamento intelectual consagrado que al celebrar el libro agravó el escándalo que comportaba

Expresarse mejor

A mediados de la década de 1980, me era posible dar por supuesto que la intelectualidad compartía en líneas generales mi opinión de que cuantas menos restricciones legales se aplicaran a la capacidad de expresarse, mejor: si resultaba que algunas de las formas asumidas por la libre expresión eran desafortunadas, ello era parte del precio de la libertad. La censura institucional era una señal de debilidad del Estado, no de fortaleza; el historial mundial de la censura era lo bastante repugnante para desacreditarla para siempre. En 1995, ya no es posible formular tal suposición. Hay acreditados intelectuales que propugnan sanciones legales e institucionales contra publicaciones y películas de la clase que en la antigua Suráfrica se solían denominar "indeseables" y que ahora, por lo general, se denominan "ofensivas"; al mismo tiempo, la propia tesis de que, en conflictos entre el escritor y la ley, la razón siempre ha de estar de parte del escritor se encuentra en proceso de ser enmarcada históricamente y dejada de lado por ahistórica, como característica del "impetuoso progresismo de hace treinta años".

(...) No me interesa recoger ejemplos de ofensas morales o políticas extremas, es decir, casos límite del tipo de los que son el pan de cada día de filósofos y juristas académicos. Apenas abordo los dos temas de más viva actualidad en los debates sobre la censura: la raza (racista) y el sexo (misógino y homófobo).

Los ensayos tampoco afrontan la cuestión de la blasfemia. El hecho de que la indignación musulmana contra Los versos satánicos y su autor, Salman Rushdie, fuera recibida con desconcierto generalizado es un indicador de la medida en que se ha secularizado la sociedad occidental. El Reino Unido, del cual Rushdie es ciudadano, todavía tiene leyes contra la blasfemia, pero esas leyes, y de hecho la propia idea de confiar el nombre del Todopoderoso a la protección de los tribunales, han adoptado un aire cada vez más anacrónico. Para los musulmanes creyentes, la cuestión candente ha sido si Los versos satánicos es una obra blasfema y, si lo es, cuál debería ser la suerte del autor. Para la mayoría de los británicos, por el contrario, la cuestión era de jurisdicción: ¿tienen derecho unos extranjeros (y encima clérigos) a dictar sentencia de muerte contra un conciudadano? La solidaridad con el desamparado Rushdie se ha visto reforzada por la sospecha de que contra él se ha dado rienda suelta a años de resentimiento antioccidental; de que, si bien la publicación de los versos encendió la chispa, se ha convertido a Rushdie en representante de todo un estamento intelectual consagrado que al celebrar el libro agravó el escándalo que comportaba.

El censor actúa, o cree que actúa, en interés de la comunidad. En la práctica es frecuente que exprese la indignación de la comunidad o que imagine dicha indignación y la exprese; en ocasiones imagina tanto la comunidad como la indignación de ésta. Si bien intento tratar la censura como un asunto complejo que posee dimensiones psicológicas así como políticas y morales, los ensayos aquí publicados no son en modo alguno comprensivos con la institución de la censura. No soy capaz de alinearme con el censor, no sólo debido a una actitud escéptica, en parte temperamental, en parte profesional, hacia las pasiones que llevan a ofenderse, sino también debido a la realidad histórica que he vivido y a la experiencia de lo que llega a ser la censura una vez se instituye y se institucionaliza. Ni en mi experiencia ni en mis lecturas hay nada que me convenza de que la censura estatal no es algo intrínsecamente malo, ya que los males que encarna y los que fomenta son mayores, a largo e incluso a medio plazo, que cualquier beneficio que pueda asegurarse que se deriva de ella. Esta valoración no es desinteresada.

Razones históricas

Hay buenas razones históricas por las cuales, desde la invención de la imprenta -con el enorme incremento de la capacidad de difusión que permitió- y por lo menos hasta el inicio de su pérdida de la posición dominante como medio de comunicación, los escritores han mantenido una relación incómoda con la autoridad gubernamental. La hostilidad entre ambas partes, que pronto quedó establecida e institucionalizada, se vio exacerbada por la tendencia de los artistas, a partir de finales del siglo XVIII, a asumir como papel social propio, y en ocasiones incluso como vocación y destino, el poner a prueba los límites (es decir, los puntos débiles) del pensamiento y el sentimiento, de la representación, de la ley y de la propia oposición por procedimientos que quienes se hallaban en el poder habían de considerar con toda seguridad molestos e incluso ofensivos. Yo, por decirlo así, nací como escritor e intelectual en los últimos momentos de ese movimiento histórico.

Ahora bien, aparte de esta explicación histórica de mi posición, tengo motivos más pragmáticos para desconfiar de la censura. El principal de ellos es que, según mi experiencia, el remedio es peor que la enfermedad. La institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, e incluso la espiritual, de la comunidad.

Lo planteó hace mucho tiempo John Milton. Si hemos de tener censores competentes y profesionales, dice Milton, es preciso que sean personas "por encima de lo común, a un tiempo estudiosas, sabias y sensatas". Sin embargo, para esas personas estudiosas, sabias y sensatas "no puede haber oficio más tedioso y desagradable (...) que convertirse en perpetuo lector de libros no escogidos. (...) Viendo, pues, que los que ahora poseen el empleo (...) quieren librarse de él, y que (...) no es probable que nunca los suceda (...) ningún hombre de valía, (...) podemos prever fácilmente la clase de que podemos esperar en el futuro: o ignorantes, imperiosos y negligentes, o vilmente codiciosos".

Es decir, que las personas que nos tocan como censores son las que menos falta nos hacen.

En el plano individual, es más que probable que la lucha con el censor adquiera en la vida interior del escritor una importancia que como mínimo lo distraiga de su verdadera ocupación, y en el peor de los casos fascine e incluso pervierta su imaginación. En los testimonios personales de escritores que han actuado bajo censura encontramos descripciones elocuentes y desesperadas del modo en que la figura del censor es incorporada involuntariamente a la vida interior, psíquica, y trae consigo humillación, asco por uno mismo y vergüenza. En fantasías no deseadas de esta clase, se suele experimentar al censor como un parásito, un invasor patógeno del yo-cuerpo, al que se rechaza con intensidad visceral pero nunca se expulsa por completo.

El sueño de la razón

Los países más respetuosos de la ley no son los que cuentan con las poblaciones carcelarias más elevadas, sino los que tienen las tasas de delincuencia más bajas. La ley, incluida la ley de la censura, tiene un sueño. Según este sueño, la rutina cotidiana de identificar y castigar malhechores irá decayendo; la ley y sus restricciones se grabarán tan profundamente en la ciudadanía que los individuos se vigilarán a sí mismos. La censura espera con ilusión el día en que los escritores se censurarán a sí mismos y el censor podrá retirarse. Ésta es la razón por la cual la expulsión física del censor, vomitado como se hace con un demonio, posee cierto valor simbólico para el escritor de genealogía romántica; representa un rechazo del sueño de la razón, el sueño de una sociedad de leyes basadas en la razón y obedecidas porque son razonables.

Bajo la censura no florece la literatura. Ello no significa que las órdenes del censor, o la figura interiorizada de éste, sean la única -ni siquiera la principal- presión que sufre el escritor: hay formas de represión, heredadas, adquiridas o autoimpuestas, que pueden experimentarse más profundamente. Incluso puede haber casos en que la censura externa constituya un desafío interesante para el escritor o estimule su creatividad. Sin embargo, las estratagemas esó-picas que suscita la censura no suelen pasar de ingeniosas; al mismo tiempo, los obstáculos que los escritores son capaces de imponerse a sí mismos son sin duda suficientes en número y variedad para que no se busquen más.

Sin embargo, por el bien común, por el bien del Estado, de vez en cuando se establecen aparatos de regulación y control que crecen y se consolidan, como suelen hacer las burocracias. A cualquier escritor le cuesta contemplar la envergadura de dichos aparatos sin una sonrisa incrédula. Uno reflexiona que, si las representaciones, puras sombras, son de verdad tan peligrosas, seguramente las medidas adecuadas contra ellas son otras representaciones, contrarrepresentaciones. Si la burla corroe el respeto por el Estado, si la blasfemia insulta a Dios, si la pornografía degrada las pasiones, sin duda bastará con que se alcen voces contrarias, más fuertes y convincentes, que defiendan la autoridad del Estado, alaben a Dios y exalten el amor casto.

Esta respuesta concuerda por completo con la teología del liberalismo, que cree en la apertura del mercado a fuerzas contendientes porque a largo plazo el mercado tiende al bien, es decir, al progreso, que el liberalismo interpreta desde una perspectiva histórica e incluso metafísica. No concuerda en absoluto con el punto de vista de las ramas más austeras del islam, el judaísmo y el cristianismo protestante, las cuales, como detectan en las raíces de la capacidad de representación una fuerza tentadora y diabólica y, por tanto, no tienen ninguna razón para esperar que en una guerra de representaciones -una guerra sin reglas- vayan a triunfar las buenas representaciones, prefieren prohibir los ídolos.

Con esto hemos llegado al punto de entrada a un debate sobre los derechos del individuo frente a los derechos de la colectividad que es lo bastante conocido para no requerir una explicación amplia y al cual no tengo nada que aportar, con la posible excepción de una advertencia contra la clase de vigilancia moral que define clases vulnerables de personas y se dedica a protegerlas de males de cuya naturaleza hay que mantenerlas desconocedoras, porque (según reza el argumento) el simple hecho de conocer el mal equivale a sufrirlo. En este caso me refiero principalmente a los niños, aunque se ha planteado el mismo argumento respecto a los llamados "creyentes sencillos". Nos preocupa proteger a los niños, en buena parte protegerlos de su curiosidad ilimitada sobre las cuestiones sexuales. Sin embargo, no deberíamos olvidar que los niños no experimentan el control de sus exploraciones -un control que, por sus propias premisas, no puede explicar en detalle y con exactitud lo que está prohibido- como una protección, sino como una frustración. ¿No es posible que de las medidas que adoptan los adultos para denegar la satisfacción de la curiosidad de los niños, éstos infieran justificadamente que dicha curiosidad es censurable? (...) ¿No es posible que el daño ético que se inflige al niño con ello sea más duradero que cualquier daño que pueda sufrir por ir a donde lo lleve la curiosidad?

La desnudez reverencial

Esto no es ni un argumento en favor de mantener los materiales sexualmente explícitos fuera del alcance de los niños, ni un argumento en contra de ello. Es una reflexión sobre el modo en que los daños se contrapesan, sobre imponderables que hay que sopesar, sobre la elección entre males. Al realizar tales elecciones quizá podamos incluir en nuestros cálculos la consideración de que para un niño pequeño, las cosas que los adultos hacen con los cuerpos de los demás -o que les hacen- no son sólo intrigantes y perturbadoras, sino también feas y graciosas, incluso estúpidas (...). Max Scheler distingue entre la desnudez de una Afrodita esculpida con tanta reverencia que parece llevar un velo de modestia, y la "desanimación", o pérdida del alma, que se produce cuando se pierde el asombro primitivo o infantil y se observa el cuerpo desnudo con ojos conocedores. Vincula la "desanimación" con lo que denomina la "fuga aperceptiva" de los órganos sexuales del cuerpo: no vistos ya como parte integrante del cuerpo, ni tampoco como "terrenos de expresión de movimientos interiores y apasionados", los órganos sexuales -particularmente, cabría observar, el miembro masculino, con su aspecto de víscera proyectada al exterior- amenazan con convertirse en objetos de asco. No es extraño que queramos preservar la niñez de los niños protegiéndolos de esas visiones, pero ¿qué sensibilidad estamos protegiendo ante todo, la suya o la nuestra? (...)

El disidente del régimen soviético Alexandr Solzhenitsin presenta ensayos de otros disidentes en Zúrich en 1974.
El disidente del régimen soviético Alexandr Solzhenitsin presenta ensayos de otros disidentes en Zúrich en 1974.EP
El escritor angloindio Salman Rushdie conversa con su colega surafricano Breyten Breytenbach, en 1997.
El escritor angloindio Salman Rushdie conversa con su colega surafricano Breyten Breytenbach, en 1997.AP

J. M. Coetzee

Nobel de Literatura en 2003, la obra de este escritor surafricano, tanto en su faceta de ensayista como de novelista, está considerada como un alegato contra el poder y la opresión. Entre sus títulos destacan 'Desgracia' y 'Elizabeth Costello'.

'Contra la censura'

Editorial Debate

Ensayos con las opiniones del autor sobre actos de silenciamiento y censura. También constituyen una tentativa de comprender, desde una perspectiva histórica y sociológica, la censura, un fenómeno que pertenece a la vida pública. El libro sale a mediados de abril.

El espíritu de Erasmo

LOS OBJETOS INDESEADOS que se tratan en este libro son, en su mayoría, producciones de escritores; no me interesan tanto las razones por las cuales son indeseados en cada caso como los modos en que sus autores han respondido a la atención del censor. En casos extremos (Osip Mandelstam, conminado a componer una oda de alabanza a Stalin; Breyten Breytenbach, escribiendo poemas bajo la vigilancia de sus carceleros, que también eran sus únicos lectores), el censor se cierne sobre el escritor y no se le puede ignorar. Sin embargo, en la mayoría de los casos la contienda con el censor es más privada, y consiste en impedir que un lector poco grato e hipercrítico invada la vida interior y creativa del escritor.

La censura no es una ocupación que atraiga a mentes inteligentes y sutiles. Se puede burlar a los censores, y a menudo así ha sucedido. Ahora bien, el juego de colarle mensajes esópicos al censor resulta en última instancia estéril y distrae a los escritores de su verdadera tarea.

El único caso que recojo de un artista implicado con entusiasmo en una prueba de intelectos con los órganos del Estado es el de Alexander Solzhenitsin durante los años anteriores a su expulsión de la Unión Soviética, acaecida en 1974. El Solzhenitsin de aquellos años era un polemista hábil y temible; según todos los criterios, salvo el empleado por el propio Estado soviético -el criterio de quien disponía de más fuerza-, ganó. No tengo ninguna razón para pensar que Solzhenitsin contemple retrospectivamente sus esfuerzos con alguna duda acerca de sí mismo.

El gesto punitivo de censurar tiene su origen en la reacción de ofenderse. La fortaleza de estar ofendido, como estado mental, radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo. Aplico a la seguridad en sí mismo del estado de ofensa una crítica erasmista cuya fortaleza y cuya debilidad radican en que es una crítica insegura, no vacilante, pero tampoco segura de sí misma. En la medida en que mi propia crítica del censor es insegura (tengo dudas, por ejemplo, de qué pensar de los artistas que rompen tabúes pero reclaman la protección de la ley), el presente libro está dominado por el espíritu de Erasmo.

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