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Tribuna
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La armadura del héroe

"En un abra del bosque, rodeado por los muchachos, como un cerco de perros hostiles, enfrentado por el cuchillo de Valerga, era feliz. Nunca se había figurado que su alma fuera tan grande ni que en el mundo hubiera tanto coraje (...). Infiel, a la manera de los hombres, no tuvo un pensamiento para Clara, su amada, antes de morir". Es el final de El sueño de los héroes, de Bioy Casares. Y añaden los versos de Alfredo Taján, engaña gravemente su conciencia,/y la belleza que buscaba fiero/le aprisiona en un terrible fuego. Ésta es la esencia del héroe. Un espejo sin azogue, en el que su conciencia se desdobla y le permite contemplarse mientras actúa.

Hoy ya tengo edad para mirar a ambos lados del espejo. Cuando niño, era seducido por el héroe capaz de acometer la más increíble hazaña, la que de paso hacía latir más rápido el corazón de la chica. Ahora, sin perder un ápice de la autonomía de vuelo de mi ensoñación, me conmueve particularmente contemplar el otro lado del espejo: el sorprendido Bruce Willis de El protegido de Night Shyamalan, o el atormentado Anakin Skywalker que concatena errores en el deslumbrante episodio III de La guerra de las galaxias, que vemos con un nudo en la garganta; o el envejecido Robin Locksley de Richard Lester en la película Robin y Marian, menos interesado en la estoica Audrey Hepburn que en correrse una última juerga; incluso ese héroe malhadado que es DiCaprio en la estupenda Infiltrados de Scorsese; el sombrío De Niro de la película Heat de Michael Mann es otro héroe, con dudosa legitimidad en lo que hace pero rectamente leal. ¿Y qué decir de ese trasunto de Pepe Carvalho que es el capitán Alatriste, cuya pensativa y mortificada voz acongoja. La linda normalidad del Spiderman de Sam Raimi también merece un aprobado en credibilidad, y el soñador y quijotesco caballero del Brazil de Terry Gilliam, lejos de enojarnos, nos empuja a adherirnos a su causa.

Frente a ellos, tenemos a los héroes inmaculados, los que carecen de fisuras. Con ellos los malos lo llevan crudo. Por más que la casa Marvel inmole ahora al capitán América, Superman, muerto en su día a manos de los guionistas de la DC Comics, regresa por sus fueros en la taquillera Superman returns. No queda ahí la cosa. El público vitorea a héroes mesiánicos (Keanu Reeves en Matrix), héroes magullados (el Aragorn de El Señor de los Anillos), e incluso héroes adolescentes (el aprendiz de mago Harry Potter). Más héroes, y el público parece incapaz de saciarse de estos héroes perfectos, punta de lanza de la épica. Estos entretienen, y mucho, pero con todo su despliegue dramático tienen menos profundidad humana que el gordo padre de familia de Los Increíbles, la película animada de Pixar.

El héroe verdadero está prisionero de su público, lo hemos encerrado en el carromato de una feria de horrores, donde el callejón del gato tiene filas numeradas. Miramos al héroe, pero no le comprendemos: hemos olvidado que la armadura del héroe es así de brillante para que podamos contemplarnos en ella. Yo no quiero un héroe perfecto, yo quiero un héroe que pueda comprender y con el que me pueda comparar; quiero saber que los mejores también desfallecen; quiero constatar que son crueles y caprichosos, pero que pese a ello hacen lo correcto; y quiero, por encima de todo, saber si hay hombres que arriesgan la vida por un bello momento de coraje. Si ello es así, no necesitaremos alumbrar con un foco el cielo nocturno para reclamar la ayuda del hombre murciélago: al vernos en los dos lados del espejo todos podremos ser héroes, aunque sea por un día, como en la canción de Bowie.

Andrés J. Reina es autor de las novelas Yoshiwara y Matar a un leopardo.

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