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Columna
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La imperfección de la vida

Con graduaciones que van del suspiro al llanto y de la sonrisa a la carcajada, nos vemos inmersos en un todo revuelto en el que cada circunstancia, cada situación y cada sistema lleva dentro el germen de su contrario y, por lo tanto, de su destrucción. Respirar es imprescindible para vivir, pero nos oxida y nos lleva al desguace. Con el mismo empeño que se pone para impedir el suicidio de un condenado a muerte, ayudamos a la viejecita a cruzar una calle que la buena mujer no tenía intención de cruzar. Son unas imperfecciones epidérmicas de la vida que ninguna clínica de cirugía estética de alto riesgo nos va a quitar de encima.

En estas estamos desde siempre, pero el cambio climático está empezando a producir imperfecciones neuronales sorprendentes que aún no están catalogadas ni salen en los documentales de la BBC. La descripción detallada es lo que nos falta. El naturalista británico David Attenborough no juzga ni a los bichos ni a las plantas que nos enseña, sino que nos los muestra para pasmo y asombro de propios y marcianos.

Del lapsus a la barbaridad hay una pequeña distancia. Un ejemplo: Mercedes Milá aparece estos días en la tele para justificar una actuación periodística a raíz de un reportaje en una guardería donde se maltrataba a niños. Al margen de la verdad o la mentira que oculte el asunto, la periodista de ducha escatológica decía que "ahora está en manos del Defensor del Menor la pelota caliente". Hombre, será la patata la que está caliente, porque calentar las pelotas es cosa bien distinta y mandar una patata al tejado, otra. La denuncia sensacionalista de Milá se grabó durante varias semanas con una cámara oculta dentro de la susodicha guardería y los padres de los niños se enteraron por la emisión: para salvar a los churumbeles y (de)mostrar lo que pasaba, había que dejar que siguieran las tropelías, con el riesgo que ello suponía. He aquí una imperfección de la vida que contiene un lapsus gracioso. El ejemplo de barbaridad está en muchos sitios (guerras, desastres naturales, hecatombes políticas, económicas, sociales, culturales, deportivas, etcétera). También en las fiestas. Ante la cercanía de las Fallas, el Gobierno central ha dictado una moratoria que permita a los niños menores de 12 años manejar petardos en Valencia. La explosiva tradición estaba amenazada por las normas de la Unión Europea que prohibían el petardeo infantil. De nuevo en la tele, vemos a un respetable señor defendiendo la mutilación sin importancia: "¡Pues yo tengo familiares a los que les faltan dedos por culpa de los petardos y ahí están! ¡Si no pasa ná...!". No es una estirpe de pianistas o gaiteiros, no, pero los nietos de los naranjos en flor podrán quedarse tuertos, mancos, cojos o tontos mientras el abuelito aplaude (algún irresponsable de este calibre fomenta la pirotecnia infantil por aquí al mínimo jolgorio, que conste). Dentro de la fiesta, la desgracia. Esto sería una barbaridad de la imperfección de la vida.

Y de fuego en fuego; y tiro porque no lo apago ahora, ni lo apago luego. Las llamas del verano pasado arrasaron la costa de Galicia, pero la ley vive imperfectamente: sólo tenemos un par de pobres ancianos deficientes como (improbables) imputados del desastre. Ante la purificación por el fuego del país, ni siquiera sale a la superficie el petroglifo que grabó el bisabuelo suevo fallero que ronda por nuestros genes automutiladores. ¿Bautizarán a las urbanizaciones como Fénix 1, 2, 3, etcétera? Son los pájaros que se benefician de nuestras propias cenizas: de la muerte de nuestros árboles, surge la pingüe vida inmobiliaria. Una imperfección de la vida que tiene que ver con las imperfecciones de sus subconjuntos jurídicos, políticos, económicos y circenses.

Galicia no tiene tauromaquia (bueno, sí: para dos despistaos que no distinguen una banderilla de guindilla y boquerón de una puya parlamentaria), ni tiene protagonistas del famoseo a la altura del resto del Estado. Nadie, ni siquiera Galicia, es perfecto. La imperfección de la vida es inevitable y es la base de la evolución. La vida de la imperfección es eterna. ¡Qué horror metafísico! ¿Quién paga unas cañas?

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