Frost bate a Nixon (y Morgan a Grandage)
Woodward y Bernstein pusieron a Nixon contra las cuerdas, pero lo que muchos ignorábamos es que quien realmente le hizo cantar y le tendió la daga para su harakiri público fue David Frost, un presentador estelar de la televisión inglesa que pagó la friolera de seiscientos mil dólares de su propio bolsillo para llevarle ante las cámaras. Ésa es la fabulosa historia exhumada por Peter Morgan en Frost/Nixon, el superéxito de la temporada en el West End. En apenas tres años, Peter Morgan se ha convertido en un joven Midas con un póquer radiográfico sobre la fascinación del Poder y sus oscuros entreveros. Su primer as fue The Deal, emitida por Channel Four en 2003, en torno a la lucha entre Tony Blair y Gordon Brown para hacerse con el control del Partido Laborista. Stephen Frears pilló al vuelo el guión, rechazado por la medrosa BBC, y batió récords de audiencia. Morgan y Frears repitieron tándem, en pantalla grande, con la multipremiada The Queen, donde reaparecía Tony Blair lidiando con Su Graciosa Majestad para reorientar el jaleo producido por el trastazo fatal de Diana de Gales. Mientras The Queen le valía a Helen Mirren la corona de su carrera, Peter Morgan completó un nuevo "relato real" para el cine, The Last King of Scotland, dirigida por Kevin MacDonald, y debutó como dramaturgo con Frost/Nixon, dos crónicas de gorilas en la niebla, igualmente magnéticos, letales y a la postre vulnerables: Idi Amin Dada, interpretado por Forrest Whitaker, en la primera, y por supuesto Richard Nixon, a cargo de Frank Langella, en la segunda, que tras su presentación veraniega en el Donmar Warehouse está arrasando en el Gielgud y saltará a Broadway la próxima primavera. Frost/Nixon narra la trastienda de la famosa serie de entrevistas televisivas que culminaron con el megascoop del presentador y la debacle de Mr. Watergate. En 1977, David Frost necesita desesperadamente apuntarse un tanto para entrar a lo grande en el mercado americano, y Nixon anhela una amable tribuna desde la que reinventarse como padre de la patria. La función no es, como pudiera sospecharse, un mano a mano de dos bustos parlantes sino todo lo contrario: calza en el apasionante molde del team drama de tantos thrillers jurídicos, desde Anatomía de un asesinato a Algunos hombres buenos, que invariablemente sigue el siguiente esquema: a) equipo disparejo y con muy escasas bazas se enfrenta a Malo Listísimo, b) Malo Listísimo les machaca asalto tras asalto, hasta que, c) cuando todo parecía perdido, una conjunción de azar y empeño lleva al equipo perdedor a la victoria. El Malo Listísimo sabe que la televisión, que le hundió en su famoso enfrentamiento con Kennedy, puede salvarle ahora, pero comete el error fatal de subestimar a su adversario, un presunto peso ligero que babea ante el glamour de los poderosos y que acabará revelándose como un temible perro de presa. El título, con esa barra que separa y unifica, y el mismo cartel, en el que las dos mitades de sus caras forman un solo rostro, anticipan la clave central: dos personajes enfrentados a muerte pero secretamente unidos por su condición de patitos feos obsesionados por el poder, como descubre el astuto Nixon en una llamada nocturna, alcohólica y apócrifa, en la escena menos creíble pero más sugestiva de la función. Sin olvidar, por descontado, el esperadísimo momento de la caída, cuando el toro vencido camina hacia la puntilla y pronuncia las frases que nadie hasta entonces había conseguido arrancarle: "Traicioné a mi país, a nuestro sistema de gobierno y al pueblo americano. Mi vida política ha terminado". Frost/Nixon refleja, sin maniqueísmos, las grandezas y miserias de sus protagonistas, y expone con tanta perspicacia como claridad una historia muy compleja, trufada de datos y con abundantes personajes secundarios, desde Swifty Lazar, el todopoderoso agente de Hollywood, hasta Caroline Cushing, la repentina amante de Frost. Recurre para ello a dos narradores contrapuestos, el reportero Jim Reston, un radical empecinado en desenmascarar a Nixon, rápidamente fichado por Frost desoyendo el consejo de los miembros de su equipo, y el coriáceo coronel Jack Brennan, jefe del gabinete republicano y rendido adorador del ex presidente.
A propósito del debut en el teatro de Peter Morgan, con Frost/Nixon, en el Gielgud de Londres
La brillantez del texto, sin embargo, queda empañada por la planísima puesta en escena de Michael Grandage, a años luz de su excelente trabajo en otras producciones de la Donmar como Merrily We Roll Along o Guys and Dolls. El público y los críticos ingleses han aplaudido a rabiar un montaje que parece concebido para triunfar en Broadway por la vía más fácil. El ritmo es vivo pero el nervio muy esporádico, y abundan las banalidades y el humor forzado. Michael Sheen (Tony Blair en The Deal y The Queen) interpreta a David Frost como si fuera Rick Mayall en The New Statesman: cuesta imaginar de dónde saca sus colmillos en la parte final cuando durante dos buenos tercios de la función nos lo han presentado como un monigote vacuo y tontaina. En cuanto a Frank Langella, su Nixon es pura composición de manual, desde el cavernoso y a ratos ininteligible tono de voz hasta esos andares excesivos de jorobado con plomo en los zapatos. El actor americano utiliza toda su panoplia de tics y marrullerías: se empeña en "comentar" el personaje y hacerlo "simpático", subraya todos los chistes, marca pausas para la irrupción de las carcajadas y, lo peor de todo, rebaja al máximo su peligrosidad de depredador nato. En sus manos, Nixon se convierte en viejo granuja pillado en falta al que casi acabas compadeciendo. Con excepción de Tom McKay, que dota de pasión y humanidad al narrador Jim Reston, elevándolo a la categoría de tercer protagonista, el resto de los personajes, agudamente dibujados en el original, quedan un tanto reducidos a meros corifeos expositivos, colocados frontalmente y a excesiva distancia entre sí. Pese a todo, el talento de Peter Morgan en Frost/Nixon es innegable: ojalá alguien se decida a montar en nuestro país esta espléndida pieza.
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