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Columna
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La foto

Gente hay que se lamenta de la llegada de las elecciones. La televisión, dicen, se ve copada por esos rostros antipáticos sostenidos en lo alto del nudo de una corbata que prometen sin cesar y arremeten contra sus rivales en los mítines mientras una lluvia de banderas y aplausos los envuelve; las tapias dejan de exhibir mensajes obscenos y los grafitis son suplantados por eslóganes y sonrisas tan bien esmaltadas que provocarían la envidia de cualquier fábrica de azulejos; las cabeceras de los periódicos no cesan de rastrear, dependiendo de adónde apunte su brújula, a este o aquel líder, demostrándonos lo bien que se porta con los inmigrantes o cuánto le preocupa la escasez de vivienda. Es cierto que esta saturación agota, y que una campaña electoral se parece sospechosamente a la feria o el circo, pero yo no puedo dejar de encontrarla encantadora y, a pesar de las molestias colaterales, de gran utilidad para el ciudadano, sobre todo las municipales. A cuatro meses vista de la caída del papelito en la urna, observo con satisfacción que han comenzado a asfaltar ese tramo de carretera que me conduce de casa al trabajo y que hasta hace poco no era más que un amasijo de cemento destripado; descubro que los servicios de limpieza pública se esmeran y que visitan con mayor asiduidad esa esquina en que las bolsas y los cartones habían improvisado un palacete para las ratas; constato que los albañiles manejan picos y palas con un ímpetu desconocido que podría acelerar el desenlace de esas obras que desde hace años y años convierte nuestra ciudad en una maqueta sin terminar, en un boceto sobre el que sin descanso se trazan líneas y arabescos nuevos para borrar los anteriores. Todos, gobierno y oposición, quieren agradar como una novia recién llegada a casa; todos se afanan por hacer visible su compromiso con la comunidad y por acumular méritos, en la esperanza de que un gesto bien calculado incline la mano que debe elegir la papeleta del lado que más calienta. Dicen los entendidos en vagancia que el mejor empleo posible es el de Rey Mago, que sólo exige trabajar una vez al año; a mí me parece mejor el de político municipal, que limita ese plazo a una cada cuatro, lo que tarda en hervir la paciencia del electorado.

Me detengo a contemplar la fotografía de Juan Ignacio Zoido en el Vacie de Sevilla, la barriada chabolista que ha acudido a sanear con sus ayudantes ante la despreocupación alevosa del ayuntamiento, y no termino de admirar, a pesar de todas las reticencias que a veces me hacen ponerlo entre paréntesis, este curioso sistema que es la democracia. En un día, asegura la prensa aleccionada para recoger el instante, el candidato del PP y su cuadrilla retiraron nada menos que 9.000 kilos de basura en un enclave que la compañía municipal de limpieza ha dado por perdido y que el alcalde traspapela cada vez que toca hablar de reformas y urbanismo. A pesar de que en la porción de años en que ejerció como delegado del gobierno en Andalucía no se acordó demasiado de los alambres, la chatarra y toda la escoria acumulada en estos baldíos, Zoido denunció la situación de las chabolas como insostenible y prometió ponerse él mismo a recoger porquería si el alcalde no se daba por enterado del desastre. Y aquí está, aquí lo vemos en la foto, con sus guantes puestos, en compañía de algunos miembros de las juventudes de su partido de los que todavía se peinan con la raya al flanco, mientras dos o tres autóctonos con los pantalones rotos los miran sin comprender del todo. Yo creo que esos chavales del fondo se maravillarán, igual que cualquiera que observe la instantánea, del poder casi mágico con que las urnas pueden trastocar situaciones y aspectos: individuos habituados a la parka y los pantalones de buena marca, señores que reciben el café de manos de su secretaria en la calidez de sus despachos de repente doblan el espinazo y se sienten incluso dichosos de poder compartir la basura con los desheredados. Pose, manipulación, demagogia, todas son acusaciones pertinentes que sin embargo quedan desteñidas ante el destello de la evidencia: aunque sea una vez cada cuatro años, los políticos sirven para mejorar la vida de quien les sienta en la poltrona.

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