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Crónica:DIETARIO VOLUBLE
Crónica
Texto informativo con interpretación

Batiscafo socialista

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Se atribuye cada día más a Marguerite Duras una frase que no ha sido nunca de ella: "Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos". Lo que realmente dijo es algo distinto y tal vez más embrollado: "Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos -sólo lo sabemos después- antes". Hablaba ella de si escribiésemos antes. Para comprobarlo basta consultar su libro Escribir, en Tusquets, página 56. El equívoco se originó cuando, al ir a citar la frase por primera vez, me cansó la idea de tener que copiarla idéntica y, además, descubrí que me llevaba obstinadamente a una frase nueva, mía. Así que no pude evitarlo y decidí cambiarla. Lo que no esperaba era que aquel cambio llegara a calar tan hondo, pues últimamente la frase falsa se me aparece hasta en la sopa, la citan por todas partes.

-¿Escribir es intentar saber qué? -me grita alguien ahora desde el paseo Marítimo.

Estoy frente al mar, en la terraza de un cuarto de hotel, en Mallorca. La canción que estoy escuchando sin cesar desde hace rato, Batiscafo Katiuskas, es de los Antònia Font, un grupo musical mallorquín que oigo a través del ordenador portátil mientras escribo esto. Me apoyo en la baranda de la terraza, saludo a los amigos literatos. Es una mañana limpia de este invierno insólito, tan agradable. La música de los Antònia Font, extraña y de gran potencia poética, contribuye a la sensación general de belleza.

Saludo desde la terraza y luego vuelvo al asunto de las frases falsas. Otro caso parecido al de Duras lo he tenido con Franz Kafka. En cierta ocasión se me ocurrió citar unas palabras de su Diario: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar (2 de agosto de 1914)". Ante mi asombro, he visto luego la frase repetida tantas veces que hasta se la oí decir el actor Gabino Diego en una comedia cinematográfica, y la gente en el cine se reía a mandíbula batiente. Sin embargo, la trascripción literal de lo que dijo Kafka habría sido ésta: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación".

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Mediodía. Todo, completo. ¡Las doce en el reloj! Voy velozmente del batiscafo a La escafandra, la última y excelente entrega de los Diarios de José Carlos Llop. Me imagino, por momentos, en el fondo del mar hasta que leo: "Pasan las nubes como ejércitos mesopotámicos". La frase se escapa del fondo del libro submarino y se apodera de la mañana luminosa. Mediodía. En el ordenador, vuelve a sonar Batiscafo Katiuskas. La letra de la canción está entre Perspectiva Nevski de Battiato y el Biel Mesquida más inspirado, y no cansa nunca, la canto ahora que he vuelto a quedarme a solas, la letra es rara, trato de saber realmente, aparte de su iris nostálgico, qué significa todo eso del batiscafo socialista: "Batiscafo socialista / redactant informe tràgic / camarada maquinista/ a institut oceanogràfic". Luego la melancolía submarina de esta pieza se acopla con La escafandra al aire libre, a la luz de la mañana: "El vuelo circular de un milano en el cielo límpido del mediodía". Todo parece perfecto, imperturbable. Lo será, al menos, mientras el aire sea nuestro.

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La isla es un gran santuario de viajeros inmóviles. Creo recordar que Valentí Puig -que no hace mucho publicó La gran rutina, agudísima novela satírica sobre la realidad catalana- solía decir que Mallorca es tan extraordinariamente bella que atrapa, y sólo ofrece dos posibilidades al nativo: convertirse en un viajero inmóvil que toma el sol y de allí no sale, o bien soltar amarras y pasarse la vida entera dando vueltas al mundo; marcharse -digo yo-, desayunarse todos los días en algún paraíso bien lejano, con noticias, a ser posible bien remotas, de batiscafos socialistas y submarinos neocon.

Estudio, desde hace semanas, la biografía de Louis de Rougemont, considerado como un pionero en toda la regla, el primer caso moderno de viajero inmóvil. Este aventurero helvético que hace ya más de una siglo causó sensación en Londres publicando en la Wide World Magazine las espectaculares crónicas de sus grandiosas experiencias viajeras, pudo haber contado que había estado entre caníbales en Mallorca, pero prefirió ir mucho más lejos. Se fue a los antípodas, a Australia. Antes, se había dedicado, entre escafandras y batiscafos, a la pesca de perlas frente a la costa meridional de Nueva Guinea, pero una tormenta le desplazó al continente australiano, donde durante 30 años fue jefe de una tribu caníbal, viajó a lomos de tortugas gigantes, se curó de ciertas enfermedades durmiendo dentro de búfalos muertos, y con la nativa Yamba tuvo un hijo que ella devoró delante de él. Una vida que impresionó a los ingleses. Cuando el engaño fue descubierto -el tal Rougemont se llamaba en realidad Green (o Grin) y, aunque había sido carnicero en Australia, la mayor parte de su vida no se había movido de la biblioteca del Museo Británico-, el genial fabulador trató de sobrevivir dando conferencias y anunciándose como el mayor embustero del mundo. Sir Osbert Sitwell, que siguió sus tristes últimos pasos, le recuerda vendiendo cerillas en la avenida Shaftesbury. "Este fantasma callejero vestía un abrigo viejo y raído, sobre el que caía su cabello ralo, y tenía un rostro sereno, filosófico, curiosamente inteligente".

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Si uno se da una vuelta por el paseo del Born, ve en las terrazas de sus bares, pertrechados todos tras toda clase de gafas de sol, a una multitud de viajeros inmóviles, una gran pachorra sumergida de batiscafos socialistas y submarinos neocon. Me quedan dos días en la isla. Estoy con mi amigo Pisón en el jurado del Premi Ciutat de Palma Camilo José Cela, el galardón literario con el nombre más largo de toda España. Veremos qué pasa. Tengo, estoy seguro, un billete de vuelta.

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