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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Veinte años después

Marcos Ordóñez

Brian Friel es el gran patrón del teatro irlandés contemporáneo. En el imaginario condado de Ballybeg, que suena casi igual que el Balbec proustiano, transcurren sus cuatro obras maestras: Philadelphia Here I Come (1965), sobre el drama de la emigración irlandesa; Faith Healer (1980), un retrato del artista como hechicero atormentado por sus poderes; Translations (1981), en torno a la ocupación británica y la extinción del idioma gaélico, y Dancing at Lughnasa (1990), la más chejoviana de sus comedias, una elegía por la infancia perdida y los estragos del tiempo.

En 2002, Friel le puso dos velas a San Antón de distinta cera pero idéntico fuego: The Yalta Game y After Play, que suelen representarse juntas y por los mismos actores. La primera es una "reinvención" (o, mejor, una "reimaginación") de La dama del perrito, "dando voz" a Dmitri Gurov y Anna Sergeyevna, cuya pasión narró Chéjov en tercera persona.

El mecanismo de After Play, su compañera de viaje, se centra en llevar a primer plano a dos secundarios de su teatro, pertenecientes a textos distintos, y aplicarles el "condicional futurible": "¿Qué hubiera pasado si Andréi Prozorov, el mimado y prometedor benjamín de la familia retratada en Las tres hermanas, se encontrase con Sonia Serebriakova, el patito feo de Tío Vania, veinte años después de la acción de ambas obras?". Brian Friel sitúa el encuentro en un café moscovita, alrededor de 1920, es decir, después de la revolución. El pequeño Andréi, ahora un cincuentón tímido y solitario que acarrea un estuche de violín como si llevara un niño muerto en su interior, se acerca a la mesa de una mujer con lentes de montura metálica, que escruta con aire eficiente un montón de documentos oficiales: Sonia ha abandonado por unos días la propiedad de su difunto tío Vania para acogerse a un plan quinquenal de reforma agraria. A la tercera réplica comprendemos que se conocieron la noche anterior en ese mismo café, y que Andréi siente una poderosa atracción hacia esa mujer que no es guapa ni rica pero exhala una fuerza y un apego a la vida que él perdió hace demasiado tiempo. No es cuestión de revelar aquí lo que la función muestra poco a poco, en un juego progresivo de engaños y sorpresas. Para los amantes de Chéjov, After Play equivaldría a una carta donde un viejo amigo nos pone al día de las "noticias de casa", de las dos casas: la hacienda de Vania y la mansión de las hermanas Prozorov. Sabremos qué fue de Vania y de la hermosa e inhumana Elena, y del esquivo y apasionado doctor Astrov, du côté de chez Swann, y lo que la existencia deparó a la atormentada Masha o a la insoportable Natasha Ivanovna, du côté de Guermantes. No hace falta conocer nombres y devenires anteriores de esos personajes, ni siquiera de los protagonistas, porque After Play es, ante todo, una historia de seres humanos con la suficiente entidad como para conmovernos con su "breve encuentro". Sin necesidad de notas a pie de página, Brian Friel apresa las almas y corazones de Sonia y Andréi con trazos leves y rotundos, como esos pintores chinos que nos hacen ver un paisaje completo en unas pocas pinceladas. Apenas ochenta minutos le bastan a Friel para instalarnos en el tempo y la poética chejoviana, que ya Cervantes había anticipado en su carta final al conde de Lemos: "El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo ello llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir".

After Play se presentó en el Gate de Dublín en 2002, protagonizada por John Hurt y Penelope Wilton. Seis meses más tarde llegó al West End, alcanzando un gran éxito en el Gielgud para saltar triunfalmente a Broadway la temporada siguiente. Aquí se estrenó hará dos años en el Gayarre de Pamplona, traducida y dirigida por Ignacio Aranaz, con Jose Mari Asín y Maiken Beitia. Una nueva producción se está representando en la sala pequeña del Español de Madrid, con Blanca Portillo y Helio Pedregal a las órdenes de José Carlos Plaza. No es un mal espectáculo -sería casi imposible con esos mimbres- pero yo esperaba más, muchísimo más. Predomina una tonalidad lóbrega que ni en La velada en Benicarló, tul negruzco (e innecesario) incluido, y un ritmo sorprendentemente cansino en sus dos primeros tercios. No se debe, creo yo, a una ralentización del fraseo, sino a la percepción de un trabajo artificioso: cuando no advertimos verdad en los actores, nuestro interés en personajes y peripecia baja impepinablemente. Mucho me temo que es un problema de dirección, porque los subtextos están estentóreamente elevados. Ni Blanca Portillo ni Helio Pedregal necesitan para suscitarnos emoción esas pausas "cargadas de sentido", esas miradas perdidas hacia el "pasado irrecuperable" o esos signos gestuales de duda o dolor que en una actuación verdadera son mínimas brechas que escapan al control consciente, y aquí, en manos de Plaza, subrayan y amplifican los sentimientos ocultos, como si el público estuviera a treinta metros o tuviese una edad mental muy temprana. A veces uno piensa que ciertas líneas de dirección no sólo subestiman a su público sino también a sus actores, víctimas de un chirriante conflicto entre su sabiduría y sus marcas. Las interpretaciones son forzosamente desiguales: Pedregal alcanza a ratos el contenido perfil de Alec Guiness y en otros se zambulle en la blandenguería de aquel lejano y televisivo Pobre diablo de Felisín Navarro. Blanca Portillo sigue siendo arrebatadoramente cálida y luminosa, pero su verdad instantánea está cortocircuitada por esos clarines de aviso que equivalen a darle unas muletas a una campeona de los cien metros vallas. Sólo a partir de la borrachera (la trompa más celérica de la historia del teatro, por cierto), los actores se liberan de sus corsés y dejan fluir la corriente de empatía, de encanto melancólico, y cuando Sonia confiesa su amor secreto por Astrov están al fin conectados, y nosotros con ellos, llevándonos en volandas hasta el aplaudidísimo final.

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