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LÍNEA DE FONDO | Fútbol | 11ª jornada de Liga
Columna
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Rafa Warrior

Es urgente negociar con Rafa Guerrero. Vista su insistencia en participar del espectáculo, probada su disposición a alterar el desarrollo del partido, se hace imprescindible enviarle una comisión de mediadores con fiscal, juez, abogado y psicólogo para conseguir a la mayor brevedad un pacto de caballeros. Las conversaciones serán duras; si nos atenemos a lo sucedido en anteriores incidentes, no bastará con hacerle el típico corrillo en la acera, ni con recurrir al consabido Rafa, no me jibes. Reclamarle algo en esos términos equivale a presumir de botijo en Talavera.

Habrá que analizar de nuevo las razones que lo condujeron a vivir colgado de un banderín. ¿Tenía pretensiones de jefe de estación? ¿Aspiraba a dirigir el tráfico en algún desvío por obras? ¿Es víctima de algún golondrino traicionero? ¿Le han puesto polvos de pica-pica en la barra del desodorante?

Es evidente que algo grave le sucede en los alerones. Aún más: si nos atenemos a la dedicación mística con la que busca, compara y decide, hemos de convenir en que estamos ante un hombre convencido de su misión redentora. Sus hechuras lo acreditan: serio como un catafalco, con su melena de palmero y sus medias impecablemente alineadas, no ocupa la banda con la disposición de un simple delegado; se apodera de ella con la autoridad de un corregidor. Todo va bien hasta que el juego entusiasma a los espectadores. Entonces parece sufrir una crisis de nihilismo. ¿Qué clase de duda bizantina perturba a este ayudante? ¿Descompone su vida en fotogramas? ¿Ve una luz blanca al final del túnel? ¿Pierde visión periférica?

Quienes han investigado su vida de lunes a viernes indican que vestido de largo es un tipo encantador, un silencioso ciudadano sensible hasta la melancolía. Probablemente estamos ante uno de esos contribuyentes persuadidos de que, salvo ellos, todo el mundo conduce por dirección prohibida. Por eso es necesario parlamentar con él.

En primer lugar los negociadores le propondrían que cambiara su modesto status de árbitro auxiliar por el de animador. Saltaría al campo mientras los futbolistas hacen ejercicios de calentamiento. Provisto de galones de domador y banderín de lentejuelas, haría diversas exhibiciones de antebrazo acompañadas por alguna pirueta de gimnasia rítmica. Para niquelarle el ego, el club local le colgaría una medalla de madera.

Si el plan fracasara, podríamos buscarle destino en alguno de los portaviones que operan en el Pacífico Sur. Allí le darían una gorra, un pito, dos banderolas y barra libre para provocar la tercera guerra mundial.

El holocausto nuclear sería inevitable, pero al menos salvaríamos el partido del domingo.

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