Enrique Talg, un romántico del turismo
Era el dueño del hotel Tigaiga, en Tenerife
Enrique Talg heredó de su padre un pequeño negocio hotelero en el Parque de Taoro, un enclave precioso del Puerto de la Cruz, en Tenerife; era el hotel Tigaiga, que creció con él, y con su entusiasmo. Murió anteayer, súbitamente, a los 82 años, mientras se vestía para recoger un premio. Sus ilusiones de hacer de aquel hotel uno de los más acogedores de la isla y del mundo ya se habían cumplido, pero su entusiasmo de vivir nunca había alcanzado su cima. Fue "el último romántico del turismo", como ayer dijo Salvador García Llanos, ex alcalde de su ciudad.
Aunque era de origen alemán y había nacido por casualidad en Vigo, Enrique Talg era un tinerfeño apasionado por el paisaje, y por el porvenir del paisaje insular, base indiscutible del despegue turístico que se acrecentó en los años sesenta y lo tuvo a él como un inquieto protagonista. En los últimos decenios, cuando las alarmas sobre la difícil convivencia entre desarrollo turístico y medio ambiente aumentaron en las islas y en el mundo, Talg convirtió su hotel, el Tigaiga, un negocio familiar, en un emblema medioambiental que le llenó de orgullo.
Había dirigido hoteles emblemáticos en el Puerto de la Cruz, el Taoro y el Martiánez; la ciudad se ganó en los años pioneros del turismo industrial el calificativo de Ciudad Turística, aunque ya en años más lejanos había sido punto de atracción para personajes como Bertrand Russell, Agatha Christie o Winston Churchill. El tirón industrial fue siempre compensado por apasionados de su paisaje, como Enrique Talg en esta zona y César Manrique en Lanzarote y en la región.
Talg mantuvo siempre su negocio como una empresa familiar, que desde hace algunos años, cuando este mítico hotelero bajó su ritmo, llevan adelante sus tres hijos. Talg siempre estuvo orgulloso de haber servido a varias generaciones de familias de turistas; el libro de visitas de su establecimiento era, en efecto, la expresión de varias sagas familiares a las que él trataba como a su propia gente.
Cuando murió se preparaba para recibir un premio con motivo del Día Internacional del Turismo, el enésimo de una larga lista en la que sólo faltó un premio que nunca se ha instituido: el del entusiasmo por atender a los otros y por respetar el paisaje como si fuera un regalo.
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