Europa arrasa otra vez
Al igual que hace dos años, García, Olazábal y sus compañeros vuelven a dominar a EE UU por nueve puntos de diferencia
Habían transcurrido tres horas y media de juego. Los 45.000 entusiastas espectadores irlandeses estallaron en un clamor enfervorizado y los gritos de "¡oé, oé, oé!" se sucedieron a medida que iban concluyendo los partidos restantes. Tal fue la pasión desatada que Donald, Stenson y compañía tuvieron que brindar con ellos como auténticas estrellas, con su capitán, Ian Woosnam, bañado en cerveza y champaña, para responder a los vítores. Mientras tanto, cabizbajos, sus rivales aguantaron el tipo como deportivos convidados de piedra.
A las 11.15 (hora irlandesa), David Toms abrió la ronda final de la Copa Ryder de golf. A las 15.45, Luke Donald lograba el 14º punto para los europeos, el que les permitía retener el trofeo. Segundos después, cuestión de suerte, Henrik Stenson entraba en la gloria de las estadísticas al conseguir el 15º, el que les daba la victoria por tercera vez consecutiva, su récord. Habían transcurrido tres horas y media de juego. Los 45.000 entusiastas espectadores irlandeses estallaron en un clamor enfervorizado y los gritos de "¡oé, oé, oé!" se sucedieron a medida que iban concluyendo los partidos restantes. Tal fue la pasión desatada que Donald, Stenson y compañía tuvieron que brindar con ellos como auténticas estrellas, con su capitán, Ian Woosnam, bañado en cerveza y champaña, para responder a los vítores. Mientras tanto, cabizbajos, sus rivales aguantaron el tipo como deportivos convidados de piedra.
Europa había vuelto a ganar a Estados Unidos. Desde 1979, cuando se instauró este duelo, se ha impuesto en ocho de las 14 ediciones totales, pero también, atención al detalle, en ocho de las once últimas. Su dominio es evidente. En dobles e individuales. A una orilla y otra del Atlántico. El resultado, 18,5-9,5, como en Michigan hace dos años, se antoja demoledor. Es de nuevo la máxima diferencia por la que ha ganado cualquiera de los dos equipos. Y, si no hubiese dado por bueno sin que lo lanzase un putt de cerca de cuatro metros de J. J. Henry, Paul McGinley se habría anotado un punto, no medio, y el marcador habría sido el más abultado de siempre: 19-9. Pero en aquellos instantes todo daba igual.
Como le dio igual a Sergio García no pasar a la historia europea como el primero en ganar cinco puntos, los máximos posibles. Se quedará, pues, con sus 4,5 de 2004 junto a José María Olazábal, que los sumó en 1989; Severiano Ballesteros, en 1991, y Woosnam, en 1993. Le habría gustado, cómo no, alcanzar ese objetivo. Pero esta vez no pareció que fuese víctima de su clásica presión psicológica de los domingos decisivos. Afrontó su andadura relajado, sabedor de que la victoria europea estaba poco menos que garantizada. Se trataba de disfrutar, no de atormentarse con retos personales de mayor o menor prestigio.
No disfrutó. ¿Por qué? No por el hecho de que sus desaciertos se repitieran. En realidad, firmó una buena tarjeta: cuatro birdies por dos bogeys. La piedra en la que tropezó no fueron sus palos aunque llegase a arrojar alguno lejos de sí en un gesto de impotencia, de rabia. Quien le puso la zancadilla fue Stewart Cink, al que le salió prácticamente todo y, además, desde el principio para llevarle siempre forzado, a remolque: siete birdies por un bogey. Así que los tres últimos hoyos sobraron. Y fue entonces cuando García pudo, al fin, gozar del triunfo colectivo, el que verdaderamente importaba.
Tampoco les hacía falta mucho respaldo a Colin Montgomerie, Olazábal y los otros. Todos ellos, una auténtica piña, estaban suficientemente mentalizados para que la oportunidad de abatir otra vez a los estadounidenses no se les escapase. Cada uno de ellos vive la Ryder como algo propio. Como una cita bienal que nadie quiere perderse aunque no reporte ningún incentivo económico. El orgullo y el delirio de la victoria compensa con creces. Y, salvo Robert Karlsson, que se las tuvo que ver con un Tiger Woods decidido a salvar su expediente particular, y Padraig Harrington, desdibujado frente a Scott Verplank, todos caminaron muy pronto por delante de sus contrincantes. El vasco, que totalizó cuatro birdies por ningún bogey, se colocó en el 12 con dos hoyos de margen sobre un Phil Mickelson en un fin de semana nefasto y se limitó ya a controlarle con su proverbial experiencia.
La cuestión casi se reducía a comprobar en qué momento se rubricaría el triunfo europeo. Porque nadie dudaba de que se produciría. Ni siquiera los ex presidentes estadounidenses George Bush y Bill Clinton, invitados a una fiesta en la que el swing mágico otra vez fue europeo.
Brindis por un norirlandés
Último putt. Triunfo consumado sobre Zach Johnson. Darren Clarke extiende sus brazos al ritmo del atronador aplauso del público irlandés a un norirlandés. Sonríe. Levanta la mirada al cielo acaso pensando en su esposa, Heather, fallecida en agosto. La baja. Mira al frente. A sus compañeros, que bordean el green. Intenta sonreír de nuevo. Pero los ojos se le nublan. Y ya no puede reprimir las lágrimas cuando Ian Woosnam, quien le concedió una de las dos plazas de libre elección, corre a fundirse con él. Lloran los dos. Son amigos personales. Clarke, que tanto ha sufrido en los últimos meses, deja que su emoción se desborde.
Ganador de los tres partidos que ha disputado, dos de dobles y uno individual, Clarke ha vivido esta semana en una nube. La del apoyo de todo el mundo del golf. Un respaldo que necesitaba en momentos tan amargos. Tiger Woods, por ejemplo, también se apresuró a abrazarle y, al oído, confidencialmente, le dio ánimos. Clarke, curtido en mil batallas deportivas a sus 38 años, agradeció el detalle. Agradeció, sí, tanto estímulo. Después, cuando se recuperó, sonrió de nuevo. Y sus ojos se alborotaron.
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