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Riesgos de enamorarse del propio zepelín

Antón Costas

Siento aprecio por Pasqual Maragall, como persona y como político. Quizá porque me gusta la heterodoxia y la disidencia. Su perfil psicológico no responde tanto al de gestor de lo cotidiano, como al del reformador institucional que no se alimenta de pequeñas buenas políticas, sino de una gran idea que abre una nueva etapa.

En el lenguaje del mundo de la empresa, Maragall no responde al perfil de empresario-gestor de lo existente, sino al prototipo de empresario-innovador, de emprendedor intuitivo, al que lo cotidiano le aburre, que ama el riesgo de innovar y valora más las oportunidades que trae el futuro que las dificultades para alcanzarlo. De la misma forma que las revoluciones acaban devorando a sus progenitores, con frecuencia este tipo de emprendedores reformistas se arruinan o mueren en el empeño. Pero sin ellos jamás avanzaríamos. En el lenguaje de los economistas, son un bien público.

Hace tres años, al final de la larga época de Pujol, la política catalana no podía continuar siendo la gestión de lo existente. Era necesario abrir las ventanas y volar hacia nuevos rumbos. No sólo por el agotamiento lógico de una formula de gobierno que necesitaba de un descanso para renovar liderazgos, sino fundamentalmente porque era necesario buscar soluciones a nuevos problemas (la crisis de la economía catalana tradicional, la globalización, los nuevos retos de la inmigración y de la pobreza y la exclusión social creciente, el deterioro de la enseñanza pública, la degradación de muchos barrios y la universalización de nuevos servicios sociales) y experimentar con nuevas políticas.

Llevado por su espíritu de innovación y experimentación, y a la vista de los resultados de las últimas elecciones catalanas, Maragall rechazó la gran coalición con CiU y puso en marcha el tripartito. El invento tenía algo de suma de contrarios, pero era, hace tres años, la única alianza que hacía posible la renovación de las políticas y de la política catalana. Aunque era una combinación potencialmente explosiva.

¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha tenido este final? ¿Por qué ahora está tan incómodo ante un relevo que el mismo vio inevitable y facilitó? ¿Cuál será su futuro? En la búsqueda de respuestas, la memoria me ha traído el recuerdo de un pequeño texto de Umberto Eco publicado hace años en un libro colectivo en el que se pedía a científicos y pensadores que hicieran alguna predicción sobre nuevos progresos e inventos que iban a tener lugar en los próximos años (Predicciones, Taurus, 2000).

En su respuesta, Eco mostraba sus reservas a ese tipo de ejercicio, y llamaba la atención sobre lo que había ocurrido cuando se inventó el dirigible. "Qué cosa más maravillosa, pensó la gente, poder viajar por el aire como los pájaros. Y entonces se descubrió que el zepelín era un invento sin porvenir. El invento que sobrevivió fue el aeroplano".

Continuaba Eco señalando que cuando aparecieron los primeros dirigibles, la gente creyó que se produciría una progresión lineal hacia modelos más refinados y más rápidos. Pero no fue así. Por el contrario, después de que el Hinderbur fuera pasto del fuego en 1937, y causara la muerte de 35 personas, las cosas empezaron a evolucionar en otra dirección. Al principio la lógica indicaba que había que ser más ligero que el aire para poder volar por el cielo; pero resultó que no era así.

Acaba Eco sacando una moraleja de esta historia: en filosofía y en ciencias hay que tener mucho cuidado para no enamorarse del propio zepelín. Yo añadiría, por mi cuenta, que en política hay que tener, si cabe, aún más cuidado.

El problema de Maragall es que se enamoró de su propio zepelín: el tripartito. Eso le impidió darse cuenta a tiempo de que era un invento efímero, no una innovación perdurable. Y el fue el principal damnificado.

Que ese invento estaba abocado a explotar queda claro cuando se lee el excelente y sincero artículo que publicó Ernest Maragall en este mismo diario (EL PAÍS, 3 de septiembre de 2006, edición Cataluña). Su análisis es, por sí solo, suficiente para darse cuenta que al tripartito le iba a pasar lo mismo que al zepelín. Por eso sería una conclusión política errónea pensar que lo que abortó el vuelo del tripartito fue el acuerdo entre Rodríguez Zapatero y Artur Mas. Fueron, eso sí, colaboradores necesarios, la espoleta que puso en marcha la explosión, pero el contenido de la mezcla hacía presagiar el final, que ocurrió finalmente el día en que ERC no votó el Estatuto en el Congreso de Madrid.

La política catalana necesita un invento nuevo para explorar el futuro, desarrollar nuevas políticas y experimentar los márgenes del nuevo Estatuto. Probablemente, con una mezcla diferente y no tan explosiva como la que acabó con el zepelín-tripartito.

Con el paso del tiempo veremos que la herencia de Pascual Maragall permanece: el giro y las prioridades que imprimió a las políticas públicas, y el haber planteado la necesidad de un cambio profundo en las relaciones de Cataluña con el resto de poderes del Estado. Y veremos claro también una lección importante: las buenas políticas por sí solas no hacen una buena política.

No tiene nada de extraño lo que le ha pasado. Recuerdo que hace años, después de ser aprobada, no sin fuertes conflictos sociales y políticos, la gran reforma que introducía la universalización de la sanidad en España le pregunté, en su despacho del ministerio, a Ernest Lluch cuál creía que iba a ser su futuro político y si continuaría en el Gobierno. Me contestó que con toda seguridad no continuaría en el Gobierno de Felipe González. Había estudiado lo que les sucedía a los políticos que introducían grandes reformas y había visto que una vez aprobadas tenían que dejar paso a otros más pragmáticos para que las aplicasen. En política, tanto de izquierdas como de derechas, el reformista innovador es un especimen de corta vida.

No me preocupa el futuro de Maragall. Y creo que a él tampoco. En su fuero interno sabe que el destino de los pioneros es descubrir nuevos territorios para dejar después que otros los colonicen. Dentro de poco le veremos inventando alguna otra cosa. Y si no, al tiempo.

Anton Costas catedrático de Política Económica de la UB.

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