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Reportaje:VIAJE DE AUTOR

La cadencia amable de Burdeos

Un día en la ciudad francesa, entre barrios monumentales y multiétnicos

La mejor manera de visitar las ciudades es teniendo en cuenta que son organismos sin centro, modificables, interconectados. Por ello no debemos estar tan pendientes de los conocimientos jerárquicos que nos proporcionan las guías como del aliento asociativo que nos hará intuir las secretas relaciones que las hacen crecer. En Burdeos hay que estar tan atento a las palpitantes ostras que se venden en sus mercados como a la imponente flecha de piedra de la basílica de Saint-Michel; tan pendiente de los exóticos sonidos de tambores procedentes de una escuela de capoeira como del poderoso transcurrir del río Garona, que provee a la ciudad de un horizonte marítimo.

Cuando aparqué mi coche en los alrededores del mercado de los Capuchinos, lo que más me sorprendió de Burdeos fue la ausencia del narcisismo que suele ser habitual en toda ciudad que posee un pasado glorioso. Al contrario, Burdeos, capital de Aquitania y del departamento de Gironda, no vive abrumada por la conciencia de su bimilenarismo, el peso de nombres como el de Montaigne (que fue su alcalde durante cinco años) o la responsabilidad que conlleva ser el corazón vitícola de Francia. De hecho, ya en mi primera parada para desayunar -unas ostras fresquísimas acompañadas de un blanco afrutado-, la dinámica contradictoria que se respiraba en el Marché des Capucins -por donde deambulaban individuos con característicos bigotes de la región, estudiantes Erasmus, norteafricanos que remitían al pasado colonial del país... todos mezclándose entre los puestos de flores y la omnipresencia del paté de canard- hablaba de esa identidad que se ha desarrollado entre abruptas asociaciones y dislocaciones, fragmentariamente.

Un campanario de 114 metros

Después de desayunar me fui dando un paseo hasta la colindante Place Canteloup, donde me sumergí en una especie de rastrillo vocinglero en el que lo realmente importante no era el revoltijo de discos de vinilo, revistas, productos gastronómicos, camisetas y cachivaches inidentificables, sino el ancestral atavismo del trueque. El espectáculo que escenifica la piedra de la catedral de Saint-Michel (siglos XV-XVI) lleva siendo testigo del hecho toda la vida, así como su torre, un campanario de 114 metros cuya peculiaridad es haber sido levantada fuera de la planta del edificio, como si el arquitecto hubiera cometido un error de milímetros en los planos, que en la realidad se tradujo a varios metros.

El paseo se prolonga saliendo al Quai des Salinières, a la vera del Garona, para comprobar el matrimonio feliz del río con la ciudad. Bordeando el flujo majestuoso del agua, se levanta un conjunto impresionante de fachadas que lo acompaña un tramo en su discurrir dirección Atlántico, como si le siguiera haciendo la corte tantos años después. Y no es para menos; una ciudad que hoy día ha diversificado su economía con inversiones en sectores aeronáuticos, espaciales y de defensa, con empresas pioneras en electrónica o en materiales avanzados, debe su impulso germinal al intenso comercio con Oriente, cuyos barcos ascendían hasta los muelles que jalonan el Garona, y cuya riqueza construyó entre los siglos XVII y XVIII el rostro de jardines y palacios de piedra clara que se asoman al agua. Quai Richelieu adelante encontramos hitos monumentales, como la Porte Bourgogne, rodeada de palacios; el Pont de Pierre, que cruza el río; la Porte Cailhau y la plaza de la Bolsa, cerrada por las columnas del Museo de las Aduanas y el Palacio de la Bolsa, en la que encontramos la fuente de las Tres Gracias, de hermosísima factura.

Cuando llego a la explanada de Quinconces, y antes de poder concentrar la atención en la plaza, veo un objeto inverosímil que me hace plantearme la futura graduación de mis lentillas. Cierro los ojos unos segundos, pero como el famoso dinosaurio del relato, cuando vuelvo a abrirlos, éste sigue estando allí. Flotando a unos cientos de metros, amenazante, un buque de guerra se halla fondeado en medio de Burdeos. Me explican que es el crucero Colbert, antiguo buque insignia de la flota francesa en el Mediterráneo, ahora abierto como museo de octubre a marzo. Ya respiraba cuando, un poco más allá, vuelve a inquietarme la mole de lo que parece un animal con un volumen prehistórico, compacto y oscuro, bebiendo en el río. Mi interlocutor, muy a propósito, vuelve a tranquilizarme hablándome de los antiguos búnkeres para submarinos alemanes de la II Guerra Mundial.

Aclaradas mis dudas, puedo perderme por la explanada de Quinconces y llegar hasta el monumento a los Girondinos que la preside en homenaje a los diputados de Burdeos condenados en 1792, durante el terror de la Revolución. Este punto emblemático posee una columna de 43 metros con dos impresionantes fuentes de bronce dedicadas a la República y a la Concordia, y en lo alto, una alegoría de la Libertad rompiendo las cadenas de la opresión. Durante la ocupación alemana, el conjunto de esculturas fue escondido a fin de que la Wehrmacht no las utilizase como metal para sus cañones.

Centro neurálgico

Hacia el sur, por Cours du 30 Juillet, me encamino al centro neurálgico de la ciudad, la Place de la Comédie, junto al Gran Teatro. La plaza aúna el peso de la historia y la renovación cultural y urbanística que ha emprendido la ciudad desde su interior, limpiando fachadas, rehabilitando muelles, peatonalizando zonas comerciales, creando una red de tranvías...

Prosigo por la malla de calles. Sé que cerca de la encrucijada de la Place des Grands Hommes -plaza en la que confluye una nómina tan galáctica como Buffon, Rousseau, Montesquieu, Diderot, Voltaire, Montaigne...- me espera otro grand homme: Goya. La casa, situada en la Cours de l'Intendance, fue el último hogar del genial, polémico, viejo, amargado y ya sordo Goya, que, exiliado en Burdeos, pinta aquí sus pinturas más macabras.

Vuelvo a ingresar en la modernidad por la puerta más grande: la del consumo. Simplemente cruzando la Cours de l'Intendance, donde se concentran las firmas y tiendas de lujo, llego a la Rue de la Porte Dijeaux, que se peatonaliza y ramifica a lo largo del logrado ensamblaje entre el casco antiguo, la ciudad del XVIII y la contemporánea. Algunos días, si se está atento, se puede contemplar en su fondo, entre dos perfiles de edificios, la imposible y dadaísta aparición de un crucero procedente de cualquier lugar del mundo, que habla de la efectividad con que el gran proyecto urbanístico ha recuperado los muelles transformándolos en un corazón más de la ciudad.

Callejeando, curioseando escaparates, comprando algún paquete de canallés, el dulce típico de Burdeos, llegamos hasta la inmensa mole de la catedral de San Andrés, en la plaza de Rohan, frente al Ayuntamiento. La belleza está donde el ojo descansa, en la Virgen de cobre dorado que remata sus agujas y pináculos, y en el grandioso interior enjoyado en un gótico maduro de imágenes, esculturas y luz. Desde aquí, detrás del Hôtel de Ville, el Museo de Bellas Artes queda a un paso. Con un fondo de 3.000 obras, tiene una nómina que va desde El Perugino, Tiziano y El Veronés, pasando por Van Dyck o Rubens, Pitoni, Couture, Delacroix, Renoir, Matisse, Picasso y Braque. Una orgía para los sentidos, sin duda, pero a mí hoy me atrae más la vida que pasa como un día cualquiera por sus calles, por ejemplo, en la peatonal Rue Sainte-Catherine. Tras hacer algunas compras, llego a Cours Victor Hugo, en cuyo cruce con Cours Pasteur se halla el Museo de Aquitania, una colección que recorre la identidad de Burdeos desde la edad de piedra hasta el siglo XX: utensilios, mosaicos, estelas, frisos, fotografías... Vuelvo a transitar Victor Hugo hasta el lugar donde se levanta uno de esos monumentos que puede uno acariciar suavemente con la mirada, en vez de inclinarse ante él con respeto: la Porte de la Grosse-Cloche. Se me antoja que su trazado gótico, con su gran campana y su coqueto reloj astronómico, fue hecho por alguien que no quería ganarse la inmortalidad, sino que deseaba hacer agradable el mundo, es decir, con talento. Y a la derecha de este premio gordo hay una pedrea, la iglesia de Saint-Eloi (siglo XV).

Como en todo ciclo, mis pasos me han devuelto al barrio gótico, que dormita su pasado histórico entre la plaza de los Capuchinos y Saint-Michel. No obstante, acostumbrado a no fiarme demasiado de las guías que hablan de eternas esencias bordolesas, asisto sin demasiada sorpresa al derrumbe progresivo de conceptos culturales y geográficos al internarme progresivamente en madejas de callejones hechas de olores, colores y tiendas que me transportan, en una fractura espacio-temporal, hasta el norte de África. Una pastelería marroquí, con sus dulces sabrosísimos; un restaurante de comida turca; una tienda repleta de bidones con todo tipo de especias y clases de cuscús. Es una ciudad diferente, pero complementaria, la resaca de un pasado colonial, Burdeos después de Burdeos. Incluso cuando la globalización pasa una página más e inunda una callejuela con la vibración de tambores y bailes brasileños, no me inmuto. Es otra forma de arte, como las viejas piedras de Burdeos.

Aromas de Gironda

¿Y qué hay del vino?, me reprochará algún enófilo. Quería hablar de la ciudad sin recurrir demasiado a los arquetipos, pero finalmente me di cuenta de que hay palabras tan densas y certeras que, cuando las decimos, suenan con el eco profundo de un pueblo, de un mito. Palabras-alma como saudade para los portugueses, o inat para los serbios. Exactamente lo mismo que la palabra vino para los bordoleses. Porque esta región no puede dejar de ser lo que es, el hogar de prestigiosos productores de vino, con 117.514 hectáreas de viñedos, una producción de 800 millones de botellas al año y un volumen de negocio de 14.500 millones de euros. Surgen nombres como Saint-Émilion, Pomerol, Médoc y Graves, que se identifican en mis oídos junto con las notas embriagadoras de sus taninos. Sutiles aromas, afrutados, minerales, que hablan de una dedicación casi absoluta de los viticultores de Gironda; de unas tierras donde el calor acumulado durante el día se conserva por la noche impidiendo las heladas y estabilizando el grado de humedad necesaria para las vides... Un cúmulo de circunstancias que produce algunos de los vinos más extraordinarios del mundo.

Ignacio del Valle. (Oviedo, 1971) es autor de Cómo el amor no transformó el mundo (Espasa Calpe, 2005).

GUÍA PRÁCTICA

Datos básicos- Prefijo telefónico: 00 33.- Burdeos tiene aproximadamente 230.000 habitantes.Cómo llegar- Air France (902 20 70 90; www.airfrance.com/es) tiene vuelos directos desde Madrid a Burdeos a partir de 328,56 euros. Desde Barcelona, a partir de 347,56 euros.Visitas- Museo de Aquitania (556 01 51 00) 20, Cours Pasteur.De 11.00 a 18.00. Cierra lunes y festivos. Entrada gratuita a las colecciones permanentes. Colecciones temporales, 5 euros.- Museo de Bellas Artes (556 10 20 56). 20, Cours d'Albret. Cierra martes y festivos. El horario y las tarifas son las mismas que para el Museo de Aquitania.Información- Turismo de Burdeos(556 00 66 00; www.bordeaux-tourisme.com).- www.bordeaux.fr.

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