Con el alma violeta
Al mirar hacia atrás para rebuscar en el vasto y lejanísimo territorio de la infancia alguna de las historias familiares que oí contar entonces, siempre aparece la misma imagen, la de una niña triste y rara que suele entretenerse tratando de espiar a los mayores detrás de las puertas cerradas a perpetuidad, de un caserón enorme y frío del barrio antiguo de Palma de Mallorca.
La imagen de aquella niña que rechaza atemorizada los espejos porque no es guapa como su madre, y sí fea, igual que su padre, vuelve a llenar con obstinación mi retina: no juega, ve jugar a sus hermanos en el jardín de la casa familiar, desde el balcón del cuarto de la abuela, la senyora àvia, que le cuenta durante casi todo el día viejas historias de un tiempo rancio, quizá glorioso por periclitado. Historias de amor, con lujos de pasiones incontrolables e imaginarios raptos que desbocan la fantasía de la niña, y la impulsan a fabular otras similares.
La niña triste que rechaza los espejos porque teme verse reflejada en ellos con el bigote que luce su padre, comienza a escribir a los ocho o nueve años variantes de los relatos que le cuenta la abuela e incluso pretende, para no tener que enfrentarse directamente con el hombre negro que todas las semanas la interroga detrás de las pequeñas rendijas del odioso confesionario, confesarse por escrito. Sólo de ese modo, escamoteando la presencia, se considera capacitada para vencer su timidez infinita y diluir entre las líneas de la caligrafía, las posibles culpas. Digamos que el papel en blanco le sirve de espejo, un espejo cómplice en el que se observa favorecida y hasta gratificada.
No negaré que siento bastante ternura, mucha más que cuando éramos la misma, por la niña que fui, en cuyas vivencias quedan explicados, en parte, los motivos que me impulsaron y me impulsan todavía a escribir. Ahora sé que empecé a escribir, en primer lugar, gracias a mi abuela paterna, incitada por su capacidad de contar historias, y, en segundo lugar, porque la escritura me servía para ahuyentar los fantasmas y sobre todo para explicarme el mundo, para tratar de clarificar lo intuido tras las puertas cerradas.
Mi abuela narraba divinamente y a merced de sus palabras podía recorrer el claustro del convento de monjas clarisas en el que juró entrar cuando su padre le prohibió casarse con su novio, un pintor extranjero que a mi bisabuelo, un concienzudo ingeniero de caminos que construyó el trazado del primer ferrocarril mallorquín y la red hidráulica de la ciudad, no le gustaba. Aunque le interesaba el arte, al parecer, no deseaba hacer una inversión tan irrevocable. Si la abuela no se metió monja fue porque estaba segura de que él la raptaría y quería evitar el escándalo... "Imagínate", me decía, "imagínate a Jorge asaltando el convento, de noche, acompañado de un amigo... Lo tenía todo planeado: el lugar donde poner la escalera, el ventanuco por donde entrar, el pasillo de las celdas de las novicias... Imagínate las campanas tocando a rebato, despertando a la ciudad... Ya vienen los alguaciles, Jorge trata de huir pero no lo consigue, y le prenden... No, no pude meterme monja, como me hubiera gustado, renunciando al mundo, este valle de lágrimas... Lloré, no sabes cuánto, adelgacé, me llevaron al campo para que cambiara de aires y luego a Barcelona, para ver a un médico muy famoso, especialista en anemias. ¿Por qué no dejan que se case con su novio?, le preguntó el doctor a mi madre, yo creo que es mal de amores, diagnosticó, y tenía razón. Tu bisabuela se encogió de hombros, abanicándose con el abanico que le había firmado Zorrilla cuando visitó Mallorca y del que no se separaba ni siquiera en invierno... Pero mi padre, pese a los consejos del médico, no dio su brazo a torcer. Al contrario, habló con mi confesor, que era hermano de don Antonio Maura, para que se negara a darme la absolución si yo no dejaba a Jorge..."
"Cuando volvimos a Palma, tuve que buscar la complicidad de las criadas, veía a Jorge a través de la reja de la coladuría que daba a las cocheras, sus palabras a veces me llegaban entre relinchos... A través de las rejas sólo cabía mi dedo meñique, finito, delgadillo, como el tuyo... Nos descubrieron, alguien se lo contó a mi padre y Jorge no volvió, aunque miento, porque todas las noches a las diez, con los ojos cerrados, yo le traía hasta mi cuarto y hablaba con él. A veces todavía le hablo, el otro día le conté que tenía una nieta..."
"Después me casé con tu abuelo, a gusto de todos. Tu abuelo era bastante mayor que yo. Era corpulento y robusto, con una fuerza hercúlea. Una vez tomó por las solapas a un tipo que trataba de sobornarle y lo sacó al balcón, allí le preguntó si necesitaba ayuda para volver a la calle... Sus ocurrencias eran magníficas, decía que somos lo que digerimos, que a su hermano Antonio la piel se le había vuelto verde de tanto comer ensaladas y que a él le parecía mucho más saludable el rojo de las langostas... Tuvo 19 hermanos, muchos murieron en la infancia, sólo siete llegaron a adultos..."
"Cuando esperaba a tu padre le pregunté a mi suegro, a tu bisabuelo Juan, si prefería un niño o una niña... Un buen pavo, me contestó... En cambio, mi suegra, tu bisabuela María Ignacia, rezaba para que fuese niño, 'así no tendrá que dar a luz', me dijo, aunque a ella los partos no debían de costarle demasiado, se pasó la vida en el trance. Y quizá por eso, para no tener un niño aquí y otro allá, consiguió que su marido abandonara las armas. En cuanto le destinaron a Filipinas dejó la carrera militar y volvió a la isla. Deseaba que sus hijos fueran mallorquines, como sus antepasados, criados por nodrizas de la tierra, de toda garantía... Fue una de ellas, la que repetía siempre la última sílaba de la palabra que acababa de pronunciar, decía por ejemplo, 'una, una muñeca, ñeca, pequeña, eña', la que con una sartén llena de aceite hirviendo en una mano y un escapulario en la otra hizo frente a unos ladrones que habían entrado a robar..."
No soy ni mucho menos la primera escritora a quien las historias contadas por otros, los cuentos narrados en la infancia, la han encaminado hacia la literatura. Clarín recordaba como iniciador de su vocación nada menos que al conserje del Gobierno Civil de León, donde su padre fue gobernador, que de niño le contaba cuentos. En los cuentos de Clarín los niños felices son precisamente aquellos a quienes alguien les cuenta cuentos. Las niñas desgraciadas, como Ana Ozores, son huérfanas de cuentos y esa carencia planea luego sobre su vida de un modo negativo. Los de mi abuela no eran cuentos sino relatos verdaderos zurcidos en sus obsesiones particulares, entre las que sobresalía la de Jorge Ankerman, el novio pintor... A veces no hacía otra cosa que recordar en voz alta, tratando de preservar sus maltrechos recuerdos transmitiéndomelos. A mí, entonces, me interesaba más el relato de aquellos románticos amores contrariados que otras historias familiares, mucho más divertidas, como la del orangután que mi abuelo encargó que le trajeran de África, vestido de marinero, con el fin de amaestrarlo para que sirviera la mesa y del que malas lenguas responsabilizaban de los embarazos no deseados de algunas muchachas del vecindario, cuyos hijos nacían con cara de mono o la historia de mi tío abuelo, el bohemio, que comenzó a construirse una casa con los restos del Nixe, el yate del archiduque Luis Salvador de Habsburgo en el que había navegado, entre otros vips, la emperatriz de Austria, la inadaptada Sisí, que no se atrevía a conocer Mallorca porque decía que si le gustaba más que Corfú tendría que abandonar el Aquileón, el palacio que había mandado edificar allí... Pero esos relatos no los contaba la abuela, yo los oía contar en la cocina, mientras se preparaban las conservas de verano, las compotas y jaleas de albaricoque, melocotón, fresas o moras y se embotellaba el tomate que habría de consumirse en invierno. Todas esas tareas eran femeninas en exclusiva, formaban parte de un espacio doméstico ligado a lo primigenio, casi uterino. Las conservas se maceraban en grandes barreños y me parecía delicioso meter los dedos en los jugos de los tomates, prensar la pulpa que luego embotellábamos, mientras se contaban historias. Algunas todavía forman parte de mi imaginario, otras me desvelaron secretos catapultándome hacia la vida adulta y me sirvieron para despertar del sueño de la infancia. Por eso pienso que el cuento de la Belladurmiente está tergiversado. Suele ser una mujer -madre, hermana, amiga, la que despierta a la dormida de su profundo sueño- y no un príncipe azul, o por lo menos está claro que se trata de un príncipe azul con el alma violeta...
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