La ilusión y El Grillo
Bettini se da el placer de batir a los 'sprinters' en Córdoba mientras Hushovd es el nuevo líder
Son las nueve de la mañana. Domingo. Calma. Tranquilidad. Los altavoces, habitualmente chirriantes del village de salida están mudos. Silencio. En la carpa de Unipublic dice misa Salva, el sacerdote de la Vuelta, que compagina sus misiones espirituales con el trabajo de chófer de Giovanni Meraviglia, el inspector médico de la UCI, el hombre que maneja las informaciones del control antidopaje. La quietud la aprovecha un periodista italiano, veterano seguidor de la carrera española, para recorrer con la mirada las escasas 16 casetas de la instalación, ciudad fantasma, vestigio de tiempos mejores, y comentar: "Es extraordinario, es una manifestación física perfecta de los problemas del ciclismo".
Pero, contra el pecado de la razón, la virtud de la ilusión.
Poco después de terminar la misa, los altavoces ya a pleno volumen, qué dolor de oídos, entra en la zona, acotada en el césped del estadio de atletismo de Málaga, Ignacio Ayuso, director general de la Vuelta. "Yo soy del Atleti", proclama; "así que sé que la verdad no está ni en la ingenuidad ni en la tristeza, sino en la ilusión. Y, vale, este decorado, 16 carpas frente a 22 del año pasado, refleja efectivamente un presente incierto, pero no puede esconder un futuro ilusionante".
Y, sí, el Atleti ganará la Liga. "No, hombre; no hablamos de utopías", tercia Ayuso, patrón de una Vuelta que el día que se conoció el positivo de Landis en el Tour perdió a su principal patrocinador, una gran empresa dispuesta a dar tres millones de euros por lucir su nombre en pancartas, maillots y vallas . "Simplemente, me conformo con que tengamos una Vuelta como el último Tour, con pájaras, resurrecciones, en la que los corredores tomen sus iniciativas, que se equivoquen y acierten, que se olviden más a menudo del pinganillo. Pero, por supuesto, espero que no gane un tramposo", dice.
O, podría haber añadido, que gane etapas gente como Bettini.
La ilusión de tantos aficionados españoles habría exigido que una etapa como la de ayer, la primera en línea de la Vuelta, largas rectas entre Málaga y Córdoba, caldera de calor en la llegada al mediodía, la ganara al sprint uno como Freire -no está porque le duele el cuello- o, si no, uno como Valverde -sí está, pero piensa en premios mayores que una victoria de etapa llana, y más después del miedo que le ha cogido a las llegadas masivas, a los frenazos, los roces, los codazos, los ciclistas suicidas, los amantes del zigzag, tras su caída en el Tour, como se reflejó en la llegada de la Clásica de San Sebastián- o, también valía, uno como Petacchi, tantos años el rey de las volatas, que se rompió una rodilla en mayo, en el Giro -ha vuelto a correr hace apenas un par de semanas y aún le cuesta aguantar el ritmo del pelotón cuando las cosas se ponen serias, acelerones, frenazos, látigos, culo apretado, en las curvas que llevan a meta.
La razón de tantos lógicos decía que, resulta evidente, el sprint debería ser cosa, entonces, de un hombre solo, del inquietante australiano Robbie McEwen, al que como mucho, y sólo como concesión a su tremenda fuerza, le podría resistir ligeramente Thor Hushovd, el coloso noruego -exacto, que diría Flecha, el mismo que apabulló en el Tour ganando el prólogo y el sprint del último domingo en los Campos Elíseos, el mismo que convirtió su brazo en un chorro de sangre en el primer sprint francés.
Pero entre ambas tendencias, entre ambos corredores, se coló El Grillo, Bettini Paolo, el del casco de oro, el de la maglia tricolor de campeón de Italia, el toscazo de los grandes ojos y la gran nariz, de la cabeza casi calva de cardenal al que tan mal sienta el sombrero cordobés, el corredor que hace un ciclismo que a ningún aficionado desagrada, ciclismo de ataques desaforados, lejanos, épicos, de resistencias increíbles. Y de gran velocidad en las llegadas. En un sprint cuesta abajo, pelotón muy estirado tras la última curva, sin aglomeraciones ni juego sucio, lanzado a 70 kilómetros por hora por el Milram de Zabel, El Grillo aprovechó la ley físico-ciclista, paradoja, que dice que los de detrás van siempre más deprisa que los de delante, sólo que frenan para no adelantarlos, y frustró a McEwen -agotadoramente lanzado por Rodríguez- y a Hushovd, protagonistas de frenético codo a codo. Al noruego, al menos, le quedó el consuelo de lograr, vía bonificaciones, el maillot amarillo, que, simbólicamente, portaba Sastre.
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