El tiempo de la verdad
Desde que tuve uso de razón, jamás vi a mi abuela fuera de su casa. Llevaba varios años sin salir y nunca me pareció raro que el resto de su vida lo cumpliera igual. Las mañanas las pasaba realizando labores domésticas, mientras empleaba las tardes en leer libros o periódicos, recibir visitas o ver pasar las gentes o los barcos desde sus amplias galerías sobre la ría de A Coruña. Por el contrario, la imagen de mi abuelo Antonio está fijada a su alto porte aristocrático, atravesando alguna de las calles de su monótono pasear cotidiano. Jamás salía de casa antes de comer y oír las noticias de la BBC de Londres, luego, impecablemente vestido, con su blanquísimo pañuelo perfectamente deshecho y saliendo en picos del bolsillo superior de su chaqueta, bajaba por el cuartel de Atocha, las escaleras de San Jorge, los soportales de la plaza de María Pita, y el Riego de Agua, y encaraba la calle Real hasta el casino, su único refugio. Para él la ciudad y el mundo acababan aquí. Nunca atravesó los límites que imponía el Obelisco del Cantón Grande. Así, día a día, 40 años de franquismo, tras pasar una larga temporada en la cárcel de la Torre y ser depurado como funcionario. Mi abuelo era un joven burgués republicano. Se había criado en una familia cuya cabeza era su hermanastro, César Alvajar: agitador, periodista y alto cargo de la masonería de Galicia, condecorado por el Gobierno de Francia con las Palmas Académicas. De una gran cultura, ostentó diversos puestos durante la presidencia de su viejo amigo, Santiago Casares Quiroga. Ambas familias eran vecinas de la calle de las Panaderas y de su intimidad surgió una primera y juvenil relación entre mi abuelo y Esther, la hija mayor del líder coruñés. Casares la había tenido de soltero, en Madrid, con la dueña de la pensión donde estaba alojado mientras estudió la carrera de Derecho. Aquella señora, que lo doblaba en edad, se desentendió de la niña. Mi abuelo también había crecido sin la presencia de su padre. Su madre, viuda de un general, cuando estaba a punto de cumplir la cincuentena dio un gran escándalo casándose con un guapo almeriense 20 años más joven. Mi bisabuelo, según decía mi padre, era un alto y rubio bereber de ojos azules. Había venido a Coruña para montar una marmolería y hacer fortuna. Era la especialidad de los de Macael. Mi bisabuelo Antonio, que se casó con esta linajuda Ulloa, creó la más importante marmolería de Galicia. Él mismo fue un magnífico escultor al que se deben gran parte de las estatuas funerarias del cementerio marino de San Amaro. Pero aquel matrimonio duró poco y mi abuelo jamás intercambió palabra con su progenitor. Después, Esther y mi abuelo vivieron dramas parecidos. Los matrimonios de ambos los harían alejarse hasta que los acontecimientos de la guerra volvieron a reunirlos como en una novela.
Cuando estalló el levantamiento militar de 1936, Esther tenía una hija pequeña y su marido era ayudante militar de Casares. Mi abuelo tenía cuatro hijos, todos también muy jóvenes. Esther y mi abuelo fueron encarcelados. Su marido pudo huir y pasarse al bando republicano. Anatemizados y repudiados, comenzaron a pasar juntos el mismo calvario. Expulsado mi abuelo de su trabajo, con su familia a cuestas y tratando de ayudar a su otra rama de los Alvajar en el exilio de París, volvió a reencontrarse con su antigua amiga. Ambas vidas náufragas unieron sus destinos por aquellos años. Mi abuelo pudo mantener su dignidad gracias a las herencias familiares sin tener que pasar por la ignominia de jurar, como funcionario público, los principios fascistas. Esta economía saneada no sólo le permitió ayudar a Esther, sino también a otras muchas personas. La relación entre los dos, durante los 19 años que pasó ella, como secuestrada, en A Coruña, sería muy intensa. Quizá las circunstancias volvieron a enamorarlos en una relación que era del todo trágica e imposible; o quizá fue tan sólo una amistad fraternal de aquellos dos huérfanos del mundo. El caso es que, tanto ella como él, fueron vigilados durante años. En los archivos de la policía aparecen calificados como "amantes". En estos informes policiales constan, hora a hora, sus encuentros furtivos. Mi abuela estaba informada por la misma policía, que la paraba en la calle y de manera insultante le refería aquellas historias. Cuando empezó a no salir para evitar estos malos encuentros, las llamadas anónimas la mortificaban. En algún momento rompieron su clandestinidad y se les veía pasear juntos. Quizá estos paseos provocaban un doble reto para las autoridades franquistas. Ver a dos republicanos a los que no habían logrado humillar y que, además, escandalizaban. Me imagino los debates y dilemas que debieron sufrir estas dos soledades. Quedarse, irse ambos, o abandonarse al destino y permitir que éste decidiera. Así llegó el mes de julio de 1955, cuando de manera sorpresiva, a media mañana, ella recibió la orden de abandonar la ciudad, en tren, hacia Madrid. Desconozco cómo se llevó a cabo esta precipitada despedida, y llevo tiempo tratando de reconstruirla. Sé, por mi madre, que Esther era una mujer culta y agradable, cuyo entendimiento con mi abuelo venía de una relación incestuosa de ideales. Quizá entre ellos no hubo más que eso: un gran afecto que, en tiempos de violencia y horror, era considerado como pecaminoso.
Mi abuela no volvió a salir de casa, pero jamás le oí la menor queja, y fue feliz rodeada de su familia. Esther partió de Madrid a París, donde se reencontró con su hermanastra, la gran actriz triunfante María Casares, y de allí se fue a México, al exilio, a encontrarse, quizá, con el afecto perdido, o quién sabe si con reproches y perdones. Fue la primera en morir.
Mi abuelo Antonio había nacido con el siglo XX. Cuando estalló la Guerra Civil tenía 35 años. En un día se marchitó su juventud. Los veranos, en A Coruña, eran más tristes si cabe que los inviernos. La llegada del caudillo y su séquito de matones abría las heridas cauterizadas, en apariencia, el resto de los meses. Entonces la atmósfera de mi vida familiar de nuevo se cargaba de inquietudes que tardé en descubrir. Un día de aquellos veranos acompañé a mi abuelo a un destino que aún no conocía. Él iba, como siempre, con su traje claro de corte cruzado, su impecable raya en los pantalones y el pañuelo blanco con los picos tiesos y resplandecientes saliendo del bolsillo superior. Caminamos por las calles protegidos de la lluvia bajo un amplio paraguas, y apenas hubo, durante el trayecto, más palabras que los saludos a otros transeúntes. Mi abuelo hablaba mucho con sus hijos, pero era silencioso con sus nietos. De repente llegamos a nuestro destino, a la comisaría de policía. Entonces le oí decir unas palabras dirigidas al guardia de la entrada, algo que me sonó como "... político"; así pasamos a una sala diferente donde las personas que aguardaban tenían el mismo semblante honorable y sereno que era el propio suyo. Allí esperamos entre humo de tabaco. Luego nos trasladaron a otra sala, más amplia y semejante a la de los juzgados. Yo quedé sentado más atrás, como formando parte de un público ausente, mientras mi abuelo era conducido frente a una mesa de despacho flanqueada por retratos de Franco y José Antonio. El policía que iba a su izquierda le dijo señalándole su escaño: "¡Siéntate, rojo!"; mientras el de la derecha añadió: "¡Comunista!". Mi abuelo, que había aguantado el primer grito, al segundo enrojeció de rabia y alzó su paraguas frente a su agresor. Entonces, el individuo insignificante que estaba sentado tras la mesa dio un puñetazo en ella y gritó: "¡Basta ya! Don Antonio sólo es un republicano". Mi abuelo bajó el paraguas lentamente hasta dar con la punta un golpe seco que sonó en el suelo de madera y dijo firmemente: "¡Eso, sí!". El comisario mandó retirarse a la pareja y, ya a solas, le pidió disculpas. Resultaba imposible exigirles matices a aquellos analfabetos. "Les admiro", añadió aquel hombre, que ya era un sesentón como mi abuelo, ante su gesto de incredulidad. "Sí, créame lo que le digo. Ganase quien ganase, ustedes siempre hubieran perdido, hubieran sido las víctimas, ¿O es que piensa quizá que los soviéticos tratan mejor a sus enemigos? Ésa es la auténtica verdad". "La verdad", le respondió mi abuelo, "es hija del tiempo, pero no de la mera autoridad". "El tiempo de esa verdad ya no va a ser suyo ni mío", respondió cínicamente el policía. "Alguien se encargará de recordarlo y hará justicia", concluyó mi abuelo, mirándolo con gesto de desprecio. Le enseñó el carné de identidad y preguntó si tenía que volver cada día mientras Franco estuviera en la ciudad. "No venga, y firme. Confío en su palabra. Sé que usted no va a realizar ningún tipo de acciones subversivas. No vuelva a presentarse hasta septiembre". El comisario se levantó y le ofreció su mano. Mi abuelo dio las gracias y no alargó la suya. Cuando por fin salimos, mi abuelo me tiró de mi pelo largo y recordó que el suyo -ya le quedaba poco- también había sido así de fuerte y rubio. Luego, al pasar ante la Ibense, me compró un gran helado. Cuando lo devoré, sacó de su bolsillo su pañuelo reluciente y me lo ofreció para limpiarme. Ese gesto valió por todos sus silencios.
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