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HISTORIAS DE FAMILIA

Tu nombre en la nieve

Isabel Coixet

Este es un relato de invierno porque hace mucho calor y tu flamante aire acondicionado se ha estropeado y los electricistas de enfrente están desbordados y es la séptima vez que les llamas y las paredes de tu casa están ardiendo y tú con ellas y te avergüenzas de haber puesto aire acondicionado después de tanto agonizar sobre el calentamiento global y Al Gore y la verdad inconveniente. Y, entonces, después de desgañitarte al teléfono con los rumanos que no tienen horas para arreglarte el aire, te das cuenta, de repente, de que tienes fiebre. Cada verano hay un par de días que te levantas frágil como el licenciado Vidriera y con cansancio y dolor en las piernas y la boca seca y los ojos que cuesta abrirlos y ya está aquí la gripe de verano, pillada en el metro un día que entraste sudando y se te heló el sudor con la temperatura polar que a veces se descontrola en los transportes públicos.

Es terrible estar enfermo en verano y beber la coca-cola tibia porque la fría te hace gemir de dolor y pasar calor un momento y frío al siguiente y no saber si ponerte el pijama o nada y mirar el termómetro que marca 39 en tu frente y también allá afuera y no encontrar un analgésico en el cajón de las medicinas, donde sólo se encuentran laxantes caducados y antihistamínicos sueltos y unos sobres de oligoelementos franceses -esa fe atávica en las medicinas francesas, siempre mejores- que ya has olvidado para qué son.

Es entonces, con fiebre y en ese nicho de sábanas empapadas de sudor de tu cama, cuando te da por pensar en la nieve, en la primera vez que viste la nieve y tenías cinco años y el mundo era el piso, el balcón y los libros de cuentos de Andersen. Te despierta tu padre esa mañana de diciembre: "Despierta, corre, niña, que ha nevado". Y tú, que crees que la nieve es algo blanco, puro y letal porque has leído mil veces el cuento de la pequeña cerillera, no sabes si tu padre te está gastando una broma de las suyas, tan bromista tu padre, que sabe imitar como nadie al Pato Donald y a Bugs Bunny, y no corres. Te pones tu bata roja de lana, que te está enorme, para que dure al menos un par de años más y vas despacito al balcón. Hay mucho silencio. Nieve. Te deja sin respiración, tanta nieve. Todo lo que alcanzas a ver desde los barrotes del balcón está cubierto de nieve, los tejados del edificio de enfrente, la calle, los coches, los otros balcones.

"¿No quieres tocarla?", dice tu madre. "No sé", dice la niña. "Cómo no vas a querer tocarla, anda". Y tu madre te vuelve a atar la bata de lana roja, bien apretada que te hace daño en la cintura y abre el balcón.

Respiras hondo y te acercas a la nieve pero no la tocas todavía. Tus padres te miran como si quisieran almacenar para siempre este momento en que su única hija va a tocar la nieve por primera vez. Tú conoces esa mirada que te da vergüenza como cuando te llevaron a la playa o a ver ponis o a dar la carta a los reyes de El Corte Inglés, una mirada que te hace sentir demasiado importante, demasiado protagonista, que te da ganas de salir corriendo o de gritar, que te pone en el brete de decepcionarles que es la última cosa que tú querrías en el mundo. Anhelo, eso es lo que hay en los ojos de tus padres, un anhelo feroz de querer lo mejor para ti, qué bien que nevó y la niña podrá disfrutar de la nieve. Eso sí que es un regalo de Navidad.

Sí, vas a tocar la nieve, aunque sólo sea para no quitarles la ilusión de que te hace ilusión tocar la nieve. Está fría, claro, y húmeda. Te fuerzas a sonreír porque es lo que esperan que hagas "Está fría y mojada". "Mojada, dice que está mojada". Hablan entre ellos como si no pudieras oírles, tus padres siempre cómplices de una intimidad de la que te sabes excluida aunque aún no te importa. "¿Quieres bajar? ¿Quieres hacer un muñeco? Anda, vístete".

Tú no quieres bajar, te da miedo toda esa nieve que acabó con la pequeña cerillera. Qué espanto las cerillas apagándose una a una y nadie se paró a ayudarla. Antes de dormir, cada noche ves las llamitas contra el inmenso manto blanco. Te imaginas cómo debe ser morirse de frío. No sabes qué te pasa pero no quieres bajar, preferirías ver la nieve desde el balcón acurrucada en la bata roja, verla como quien ve una película. Hoy nadie se acuerda del desayuno, pero no tienes hambre, no dices nada. Te quitas la bata y te vistes con leotardos muy gruesos que pican y una falda escocesa con un imperdible. Gorro, bufanda, guantes. "Ponte las botas de agua". Sabes que están agujereadas en la suela pero te las pones de todas maneras. Tu madre se queda en casa haciendo las camas y limpiando la casa que está siempre reluciente y huele a lejía y a velas y a sopa. Sería impensable salir de casa sin dejar las camas hechas. Bajas con tu padre que lleva un abrigo gris y guantes de piel negra, muy elegante. Al salir a la calle, casi no puedes abrir los ojos, te asusta que los contornos de las cosas sean tan precisos. Tu padre está contento, se ríe por nada, silba La serenata de las mulas, que es un disco de Mario Lanza que pone todos los domingos, hay algo en toda esta nieve que le excita, parece más niño que tú, pisa fuerte con chasquidos. Hay unos chicos que se lanzan bolas, que gritan, todo suena distinto en la nieve, raro, tus pasos, los gritos, el zumbido lejano de un autobús, una moto que intenta arrancar, los zapatos de tu padre desapareciendo en los montones de nieve. "Vamos a hacer un muñeco antes de que echen sal los del Ayuntamiento, ¿sabías que la sal deshace la nieve?".

Empieza a amontonar nieve, nunca le has visto tan contento "¿Tienes frío? No hace tanto frío, ¿verdad? Lo que dirá tu madre cuando vea que se me han mojado los guantes de piel". Te gusta cuando tu padre pretende ser tu hermano mayor, cuando pretende que tu madre va a reñirle a él por estropear los guantes y los zapatos, cuando hace como que compartís un gran secreto.

Le ayudas trayendo montoncitos de nieve que él mezcla con los suyos. Intentas no pararte. Mientras tanto, el agua ha calado tus botas y te cuesta sentir los pies, esto es lo que debía sentir la pequeña cerillera, este frío que duele al respirar, los pies pajaritos, este vacío de la nieve que te hace sentir invisible, como si tú también te fueras a fundir si te echaran un poco de sal. La lana de tus guantes empapada. El muñeco crece.

Te llega por la cintura o más, los dientes te empiezan a castañear. "Tendríamos que haber traído una zanahoria o algo para la nariz", dice buscando con la mirada a su alrededor como si fuera a encontrarla por arte de magia. Encuentra unas piedras y unas ramitas, te deja que le pongas una a modo de nariz. "¿Qué te parece? Nos ha quedado un muñeco estupendo y eso que no hemos traído pala ni nada". Tiene la cara roja y resopla, parece que esté sudando, le brillan los ojos. Mira el muñeco desde varios ángulos. Te duele la garganta de tanto aguantar las lágrimas y empiezas a llorar silenciosamente, si lloras sin hacer ruido, igual no lo nota, igual las lágrimas se quedan como estalactitas, a tu padre no le gusta que llores, porque tiene miedo de que no seas lo bastante fuerte para la vida que te espera, para el dolor que te espera, tu padre se pone nervioso sólo de imaginar todo el daño que van a hacerte. "¿Pero qué te pasa?". "Nada", consigues musitar. "¿Nada?, pero si estás ardiendo, cariño, tienes fiebre".

Te abraza muy fuerte, te coge en brazos, es el mejor abrazo de tu vida, el único abrazo con el que has soñado, el abrazo con el que luego has medido todos tus abrazos, el abrazo que dice: no importa lo que pase, conmigo estás a salvo, ahora todo irá bien. Y ahora lloras sin freno no sabes si por la fiebre, el alivio, el olor de la colonia en el cuello de tu padre que te está llevando corriendo hacia casa, que te sube en volandas los cuatro pisos sin ascensor. Los gritos de tu madre que no encuentra el termómetro. Los reproches "Y tú no veías que se estaba empapando". Discuten. "A quién se le ocurre, pero no veías que...". El aire contrito de tu padre mientras te pone con mucha delicadeza el pijama estampado de patitos que te está un poco pequeño. Y tú, que ya no lloras, que suspiras entre las sábanas frescas, tienes algo por dentro que te hace daño porque no sabes con qué palabras decirle que él no tiene la culpa de nada, que la culpa la tiene la nieve o Hans Christian Andersen por escribir cuentos terribles, que su muñeco de nieve es el mejor del universo con diferencia. Te duermes soñando con su abrazo y sin decirle que nadie tiene la culpa que a ti te guste la nieve desde el balcón.

EULOGIA MERLÉ
Isabel Coixet, cuando era niña.
Isabel Coixet, cuando era niña.

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