El vudú
A principios de 1947 apareció en La Portuguesa un negro viejo que tenía el pelo blanco y andaba ligeramente encorvado. La lanza que cargaba, y que usaba discretamente como bastón, le daba el porte suficiente para llevar con gallardía su escudo, su taparrabos y las líneas blancas que tenía pintadas en los brazos y en la cara. El viejo iba flanqueado por una mujer robusta, y seguido muy de cerca por tres colaboradores que vestían igual que él y llevaban, no con tanta gallardía, el mismo instrumental e idénticos afeites.
La Portuguesa era una plantación de café que fundaron cinco exiliados republicanos, entre ellos mi abuelo Arcadi, en la selva de Veracruz. Era un negocio que se inventaron para ir tirando en lo que se moría el dictador y ellos podían regresar a España a rehacer sus vidas. Como bien se sabe, Franco vivió demasiado tiempo, y mientras los republicanos esperaban ese día feliz, que al final llegaría con un retraso irremediable, fueron construyendo una próspera comunidad donde empezaron a tener hijos y, con el tiempo, nietos. Pero en 1947 los nietos todavía no nacíamos; eran tiempos difíciles porque los nativos de esa zona de Veracruz no veían con buenos ojos que en esas tierras, donde sus ancestros habían vivido "desde el principio del mundo", una tribu de españoles hubiera levantado un negocio boyante. Arcadi y sus socios conversaban y bebían menjul en la terraza cuando aparecieron los negros, que eran una pandilla estrafalaria, porque en esa selva a nadie se le había ocurrido nunca emperifollarse con afeites africanos.
Benito echó a andar una estrategia para acabar urgentemente con el exilio de los republicanos
El hombre que encabezaba el séquito se presentó, dijo que se llamaba Carlomagno y que era el patriarca de la tribu de Ñanga, e inmediatamente después presentó a Glorité, su primera dama oronda, y luego a los tres caballeros que le protegían las espaldas: Nadur, Benito y Chabelo. Lo primero que hizo Arcadi fue ofrecerles un menjul, pero Carlomagno rechazó la proposición con un aspaviento y en su lugar aceptó un vaso de agua carbonatada; unos momentos después, cuando ya habían dejado lanzas y escudos amontonados en un rincón, contó que él y su tribu eran los descendientes directos de Ñanga, primogénito del heroico negro Yanga, un tortuoso personaje colonial que había sido capturado en El Congo y llevado en barco negrero hasta Veracruz, donde años después había armado la de Dios, luchando a brazo partido contra la esclavitud.
Los negros de Ñanga establecieron una alianza con los republicanos: Arcadi y sus socios los ayudaban a hacer mejoras en su aldea y les enviaban periódicamente sacos de café, y ellos se sumaban a las cuadrillas de trabajadores en la época de las cosechas y, sobre todo, ponían al servicio de la plantación su magia africana, al servicio de quien quisiera aprovecharla, porque la relación con la tribu de Ñanga nunca contó con el beneplácito de los indígenas que trabajaban en La Portuguesa. "¿Y no serán peligrosos estos negros?", preguntaban las criadas, y los trabajadores no perdían la oportunidad de hacerles alguna perrada, les escondían sus escudos, les echaban cal o harina encima, o les desamarraban el taparrabos cuando los pillaban distraídos. Además de los servicios que se prestaban mutuamente, la gente de Ñanga y los españoles compartían también la forma en que los indígenas los miraban; desde su óptica milenaria, los negros y los blancos eran dos tribus invasoras.
En 1967, años después de aquel primer encuentro, Benito, que ya había sustituido a Carlomagno y a quien los indígenas habían rebautizado como Negrito, se enteró de que los españoles vivían ahí porque habían perdido una guerra y desde entonces no habían podido regresar a su país. La historia lo conmovió mucho porque su tribu también vivía en el exilio, un exilio relativo y un poco rebuscado porque sus antepasados llevaban más de cuatrocientos años naciendo en Veracruz.
Al día siguiente de aquella revelación, Benito echó a andar una estrategia para terminar urgentemente con el exilio de los republicanos: envió a su sobrino Tebaldo con la encomienda de recoger una foto de Franco para hacerle vudú. Arcadi y sus socios primero se rieron, luego se negaron en redondo y cinco minutos más tarde ya había salido corriendo uno de ellos a conseguir la fotografía en la redacción del periódico local. Lo único que consiguió fue una donde Franco aparecía de perfil, como en las monedas. "La llevaré al patriarca", dijo Tebaldo, y de inmediato emprendió el regreso a Ñanga, por el camino que usaban ellos, que era a campo traviesa porque si lo hacían por la carretera, como hubiese sido lo más práctico y normal, la gente los hostilizaba, se burlaba de sus taparrabos y de sus lanzas y escudos y les gritaba: "¡Pazuputamadre pinche negro, regrésate a África!", como si esa jungla donde vivíamos hubiera sido el Bois de Boulogne.
En la plantación, el proyecto del vudú se había tomado como un divertimento, pero en el fondo todos esperábamos que la magia de Negrito tuviera algún efecto y la prueba es que dos días más tarde nos vestimos de domingo y fuimos a Ñanga a presenciar la ceremonia del "soplo vital". La aldea era un puñado de chozas de aires africanos y la ceremonia, que mi hermano y yo contemplamos protegidos detrás de mamá, fue muy parecida a las que habíamos visto en la plantación, cuando el cafetal tenía plaga o a alguna persona le caía el "mal de ojo". Fue un rito mestizo que básicamente consistió en danzar alrededor de un monigote de lana burda, que tenía la fotografía de Franco cosida con grandes puntadas de hilo negro en la cabeza. La danza era un poco lánguida, en determinados momentos incluía una especie de taconeo (es un decir, porque iban descalzos), y a los bongos y las tumbadoras con que hacían su música se habían añadido un par de violines. Al final, Benito, para insuflarle su magia ancestral, sopló con fuerza en la cara del muñeco.
A partir de entonces, todos los días, a la hora del menjul, siguiendo escrupulosamente las instrucciones de Negrito, nos reuníamos todos en la terraza a ver cómo alguno de los republicanos le clavaba al muñeco una aguja en la cabeza y otra en el corazón. Tres semanas más tarde, al ver que la salud del dictador no sufría ninguna merma, abandonaron el muñeco de Franco en una gaveta que con el tiempo se fue llenando de cosas inservibles. ¿Y qué tiene que ver la foto que ilustra estas líneas? Muy simple: el día del vudú, después de la ceremonia en Ñanga, fuimos a comer a Mandinga, al restaurante del señor Bosch, otro republicano que, como Arcadi y sus socios, se había inventado una vida en México para resistir mejor el exilio. Antes de sentarnos a la mesa, el señor Bosch nos hizo esta fotografía, donde aparecemos mis hermanos y yo con mamá, tomando la brisa en la terraza del restaurante, quizá un poco aturdidos por la ceremonia que acabábamos de presenciar. Esta foto, de la que no supe nada durante treinta y siete años, llegó hace unos meses a mi casa, dentro de una carta del señor Bosch, donde me contaba que al terminar de leer una de mis novelas se había acordado de aquel día y se había puesto a buscar la fotografía, que "seguramente ya ni recuerdas", aventuraba al final de la carta. Yo, por supuesto, no recordaba nada, pero al cabo de un rato de contemplar esta imagen plácida me vino de golpe a la memoria la historia del vudú.
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