Recuerdos aprendidos
Mi prima Aurora vivía en Chiclana. Su padre era uno de esos constructores de sueños a los que los excesivamente cuerdos siempre tienden a llamar locos. Locos, porque no se ajustan a la norma, y no buscan el reconocimiento de los otros, ni cifran su éxito en tener más, o en ganar más, o en ostentar más. Locos, porque no comulgan con la manera de pensar de la mayoría, ni con la de vivir, ni con la de soñar. Locos, sí, pero locos de la imaginación.
Leche con gas, champiñones cultivados, gallos de pelea, mantequilla con sabor a frutas... eran los negocios que lo llevaban de una a otra parte del mundo. Y siempre volvía con las maletas llenas de historias. Algunas se instalaron en nuestra memoria como si realmente las hubiéramos vivido. Iguanas paseando libremente por su casa de Colombia; serpientes que se colaban en el jardín; granjas de patos; aventuras en alta mar; delfines, ballenas y, por encima de todo, el amor incondicional que sentía mi tía por él, por aquellos ojos que se reían detrás de unas gafas de concha, capaces de transformar cualquier cosa en un sueño.
Sus visitas a mi casa de Zafra eran una fiesta. Sus bolsillos sonaban a monedas de cinco pesetas, sólo a él le sonaban de aquel modo, bolsillos llenos de monedas que siempre terminaban en las manos de los niños. Un duro para cada uno, y éramos nueve. Una fortuna. Se acercaba con una sonrisa, que debió de heredar de mi abuelo porque se parecía muchísimo a la de mi padre, se metía las manos en los bolsillos del pantalón y nos encandilaba a todos con aquel tintineo. Ninguna otra persona nos había dado nunca semejante dineral. ¡Un duro! Si con una sola peseta hubiéramos podido comprar medio puesto de pipas. ¡Un duro! Cuántos sueños hicieron volar aquellos duros. Qué sensación de que cualquier cosa era posible nos transmitían aquellas manos. Las manos de mi tío, el que, además de la sonrisa, heredó el nombre de mi abuelo, y su estatura, y el pelo canoso y abundante, y la habilidad para contar historias capaces de paralizarnos a los nueve, y de mantenernos con la boca abierta durante tardes enteras, alrededor de su sillón. Mi tío Lorenzo. El padre de mi prima Aurora.
Ella también heredó de su padre aquella capacidad para ponerle magia a las cosas, para hacer de lo cotidiano una sorpresa, y poder vibrar con lo que parece que no tiene importancia. A veces les regalaba a sus nietos la arena, o un parque, o un atardecer en la playa de la Victoria. Los niños reclamaban después, aunque estuvieran en Zaragoza, que los llevara a ver cómo se bañaba el sol, antes de irse a dormir.
Debe de ser cosa de familia, porque mi padre y algunos de mis hermanos también heredaron ese don de regalar recuerdos.
Uno de los que mi prima Aurora me regaló tiene que ver con mi nacimiento. Ella tenía 13 años cuando sus padres la enviaron a mi casa de Zafra para una temporada. Mi madre estaba embarazada de ocho meses cuando ella llegó, acababan de decirle que el parto se presentaría difícil y que aquel embarazo no era como los tres anteriores. La radiografía que puso el médico en sus manos lo atestiguaba.
Mi padre se encontraba de viaje por motivos de trabajo, de manera que mi madre se marchó directamente a casa y le pidió a la operadora que le pusiera con el número de teléfono de Madrid donde podría encontrarlo. Después colgó hasta que se estableciera la comunicación. El corazón le bombeaba tanta sangre que le parecía que si la telefonista no conseguía pronto la conferencia, ella no sería capaz de seguir respirando. Cuando por fin sonó el timbre del teléfono y escuchó la voz de mi padre al otro lado de la línea, mi madre no sabía cómo decirle lo que tenía que decirle.
-Tengo que decirte una cosa. Si estás de pie, siéntate.
-¿Qué pasa, estás bien?
-Sí, sí, no te preocupes.
-¿Entonces?
-"Pues... es que vienen dos".
Él no se sentó, se puso blanco como el papel y se cayó al suelo sin sentido y sin haberle dado tiempo a pensar que pasarían de tres a cinco hijos cuando el mayor no había cumplido cuatro años. La más pequeña no andaba todavía.
Casi dos meses después, avisaron a la comadrona para el parto, y, efectivamente, no se presentaba nada fácil. Pero a pesar de que veníamos de nalgas y de que estábamos atravesadas como un aspa en la tripa de mi madre, nacimos mi hermana y yo sin ninguna complicación, con una diferencia de un cuarto de hora la una de la otra. Éramos tan parecidas que, para poder distinguirnos, mi madre decidió ponerle a la mayor un lazo azul en la muñeca, como una pulsera.
Mi prima Aurora miraba a los bebés como si estuviera contemplando un milagro. Mis hermanos eran muy pequeños y no podían darse cuenta, pero la noticia corrió por toda Zafra como si fuera pólvora. Las niñas habían nacido bien, y mi madre, pese a lo complicado del parto, se encontraba perfectamente.
Aurora permanecía durante horas delante de la cuna, buscando las diferencias que pudieran distinguirnos. Pero si no hubiera sido por el lazo, le habría sido imposible asegurar quién era una y quién la otra.
El baño era el momento crítico del día. Cinco niños, el mayor de tres años, chapoteando en el agua, que se calentaba previamente en una lavadora porque todavía no había termos en la mayoría de las casas, lavadora que había que llenar y desaguar a través de un tubo de goma. Primero se bañaban los mayores y, después, las dos pequeñas.
Las gemelas, siempre juntas, siempre iguales, como si fueran una misma persona repetida. Imposibles de identificar, a no ser por el lacito que llevaba la mayor en la muñeca.
Todos los días, Aurora se metía en el cuarto de baño a la misma hora y recibía a los tres niños mayores en la toalla que había extendido previamente sobre los brazos, uno detrás de otro. Les ponía el pijama, les daba la cena y los llevaba a la cama para contarles un cuento. A nosotras no, a nosotras nos bañaba mi madre, y una persona que la ayudaba en la casa.
Pero Aurora deseaba tenernos en brazos. Pocas veces la habían dejado coger a los bebés recién nacidos. Pocas veces le permitían entrar en el cuarto de baño cuando las niñas estaban en la bañera. Pocas veces le dieron la oportunidad de extender la toalla para nosotras. Muy pocas.
Hasta que un día, la hora crítica se convirtió en un caos. Los cinco niños lloraban a la vez. Los mayores no querían salir del agua y las pequeñas tenían hambre. Todas las manos de la casa no habrían sido suficientes para que las cosas volvieran al sitio donde deberían estar: los mayores, a cenar y a la cama; la lavadora, a desaguarse y a llenarse; las gemelas, a tomar el pecho mientras el agua se calienta; la cena de los adultos, lista para cuando se duerman los niños; el cuarto de baño, recogido para que las pequeñas puedan bañarse después de la toma. La locura.
Y Aurora trató de ayudar. "¿Voy desvistiendo a las niñas?". El corazón le dio un brinco cuando le dieron permiso. Por primera vez podía encargarse ella sola de sus primas gemelas. Por primera vez les quitó los faldones, y las camisinas, y los pañales, y las fajas que sujetaban el cordón umbilical, y los patucos, y la cinta de la muñeca, que era de raso y no debía mojarse.
Mi madre no pudo reprimir un grito de horror cuando las vio a las dos encima de su cama. Completamente desnudas, completamente deshechas en llanto, completamente idénticas.
- ¿Y el lazo?
- ¡Ay! ¡Perdón! ¡No me di cuenta...!
- ¿Cuál de ellas lo llevaba puesto?
Nunca lo supieron. Ese mismo día, mi madre le encargó a mi padre que comprara unos pendientes en la joyería. Azules para la que sería desde ese momento la mayor, y blancos para la que siempre sería ya la más pequeña, independientemente del momento en que hubieran nacido. ¡Quién sabe si el color azul no cobró su significado en aquellos pendientes!
Mi prima volvió a Chiclana seis meses después. Nunca olvidó aquel lacito, ni aquella historia que nos regaló sin querer y que nos sirvió, durante toda la vida, para contar una de nuestras mejores anécdotas. Gracias a ella, nadie sabrá nunca quién nació primero de las dos. Pero tampoco nos importó nunca. Ahí estaba el juego.
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