Doctor Jekyll y míster Hyde
Zidane deja el fútbol tras un gol 'a lo Panenka' y una agresión a Materazzi, ejemplos de una carrera brillantísima pero con momentos de ira
Como si fuera un triste epílogo de su enorme carrera, Zidane resumió lo mejor y lo peor en la final. De entrada, dejó un gol maravilloso de penalti. De salida, una agresión brutal a Materazzi que le costó la expulsión. Entre medias, una omnipresencia que parecía anunciar una despedida perfecta. No fue así. Lo evitó su mala cabeza.
Abajo. Golpeó abajo. Suave. Ligeramente con el exterior del empeine derecho. El balón voló lento y Buffon, impaciente, ya estaba en el suelo. Cayó a su derecha. La pelota salpicó casi en el centro del larguero y botó detrás de la línea de gol. Varios palmos. Hubo suspense. El árbitro miró a su asistente para cerciorarse. Pero Zidane sabía que había sido gol. Levantó el brazo para celebrarlo. Discretamente, como siempre. Conoce bien a Buffon desde que compartieron el vestuario del Juventus. Tal vez por eso decidió sorprenderlo. Buffon podía esperar muchas cosas de Zidane, pero no un cucchiaio, un penalti a lo Panenka. Nadie se había atrevido a tanto desde que el checo Panenka batió así al alemán Maier en el último penalti de la tanda de la final de la Eurocopa de 1976. El fallo de Höness dio ese título a la extinta Checoslovaquia. Su gol quedó en la memoria.
Pero Materazzi empató y a Zidane le tocó aplaudir a sus compañeros mientras acariciaba el balón con las manos y lo ponía otra vez en juego. A la media hora, mientras Perrotta estaba siendo atendido tras un pisotón de Ribéry, Zidane convocó una reunión en el centro del campo. Fue llegando gente: Abidal, Vieira, Makelele... Mientras bebían, escuchaban las órdenes. Nadie se giró hacia el banquillo a pesar de que Raymond Doménech estaba allí, a cinco metros. Autogestión. Zidane dijo lo que no le gustaba de su equipo.
El capitán dejó de querer ocupar todo el campo. De ser omnipresente. Decidió dosificarse. Esperar en la zona de los tres cuartos. Y ordenar. Era tiempo de mandar más que de correr. Su brazo se levantó compulsivamente hacia arriba o se extendió en horizontal. Le dijo a Makelele que se la pasase a Vieira; a Thuram, que cerrase mejor a Toni... Se quitó el brazalete al final de la primera parte. Lo plegó con las manos mientras se marchaba cabizbajo. Bajó rápido las escaleras. Tenía prisa por hablar de lo que no funcionaba. Era mucho. Tardó en volver del descanso. ¿Dónde está? Llegó corriendo en el último instante para sacar de centro con Henry.
Había expuesto su visión, su descontento. Y Francia reaccionó. Resultó más alegre. Empezó a pisar campo italiano. A tener el balón y las ocasiones. Y él, a sentirse el dueño del juego. "Zizou, Zizou", clamó la grada tras un regate a Gattuso. Dio un pase de gol a Malouda, barrido, esta vez sí, por Zambrotta dentro del área. El capitán disponía de mucho espacio y Lippi introdujo a De Rossi en vez del apagado Totti para que se lo redujera. Tampoco lo logró. El 10 francés supo buscar las espaldas a Gattuso, Pirlo y De Rossi.
A falta de cinco minutos, el penúltimo obstáculo. Quiso peinar hacia atrás y se encontró con que Cannavaro lo arrolló. Hizo una mueca y señaló a su hombro derecho, lastimado. Salió del terreno en lo que pareció la despedida, pero regresó ante el entusiasmo de su gente. Con una venda en la mano derecha y ganas de resolver. A punto estuvo de rematar un centro de Henry. Más tarde, intentó el gol olímpico. Las limitaciones físicas contra su lucidez mental. Recordó a Beckenbauer, cuando jugó la prórroga de la semifinal de México 70 ante Italia con un brazo en cabestrillo. Seguía vivo: jugando, ordenando, felicitando a Ribéry, sustituido; cabeceando un centro de Sagnol que sacó Buffon. Gran remate que recordó a los de Francia 98. Gritando al vacío la ocasión. Siendo Zidane hasta el final.
Pero también en su lado oscuro. Un componente violento que se despierta de tanto en tanto. Un cabezazo al pecho de Materazzi, en la segunda parte de la prórroga, le costó la expulsión. Algo le dijo el italiano, pero su reacción fue desproporcionada. Impropia de un jugador de su inmenso talento.
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