Ponerse flamenco
El lunes pasado, mientras el segundo de nuestros partidos en los mundiales me arrastraba a una vorágine inconmensurable de afinidad futbolística nacional, recibí una llamada telefónica de mi amiga Saito Masuko. Al parecer, había comprado entradas para la Bienal de Flamenco del día siguiente y me invitaba a acompañarla. "Pero si la Bienal no comienza hasta septiembre", le dije mientras contenía una convulsión eufórica víctima del gol de Raúl (¡cuántas alegrías habrá dado en su vida este chico!). "No, no... se trata de una actividad paralela de la Bienal: La Muestra Andaluza de Jóvenes Artistas Flamencos. Comienza mañana, estarán hasta el 19 de julio", susurró con su aterciopelada voz de Geisha.
Estaba claro que el ritmo cadencioso con el que transcurren dos años (como marca por definición la Bienal) impacientaba a los amantes del flamenco obligándoles a adelantarse y aprovechar las calidas noches del verano para disfrutar de algo tan nuestro, tan enraizado... algo que llevamos en la sangre, vamos. Pensé que en ocasiones no está de más ponerse flamenco... y acepté encantada. Supuse (mal supuesto... ahora lo sé), que tendría que explicar a mi amiga japonesa los entresijos de la guitarra española, los lamentos desgarrados del cante jondo y los arrebatos ardientes expresados a ritmo de taconeo por los bailaores. Así que, mientras me emocionaba con los dos goles del niño Torres (¡qué mal rato pasamos durante la primera parte del partido!), me ensayé unas cuantas frases de lo más flamencas para hacerme la marisabidilla delante de Masuko.
Yo había fraguado en mi interior la idea de recogerme el pelo en un moño tipo piconera de Julio Romero de Torres y colocarme una falda salerosa para estar acorde con la situación, pero que el acto se celebrase en los Jardines del Valle me obligó a elegir un atuendo más bucólico. Mi amiga Masuko acudió puntual a la cita. Llegó acompañada por un grupo de cuatro compatriotas del país del sol naciente que estaban recorriendo las delicias de nuestra geografía y que me saludaron con cuatro corteses reverencias a las que estuve a punto de responder con un zapateo y un olé para irles metiendo en el ambiente typical spanish... por fortuna me contuve.
Nos encaminamos hasta la puerta, entregamos nuestras localidades y descubrimos que, próxima a la entrada habían colocado un bar, un híbrido entre la barra verbenera de verano y el ambigú teatral en el que se acodaban un grupo de personas tan híbrido como la barra: flamencos de toda la vida, jóvenes alternativos, rastafaris, alemanotes rosados a los que (obviamente) no les interesa el fútbol, criaturas que levantaban dos palmos del suelo e incluso una anciana sentada en su silla de ruedas que más tarde tarareó varios temas y se animó a tocar las palmas.
Pedimos un par de cervezas y tres copas de manzanilla y nos dirigimos al patio de butacas que no era otra cosa que una alineación de sillas de madera, incomodísimas, que prometían clavarse hasta lo más profundo de las entrañas a los cinco minutos de estar sentados. No me equivocaba. Pero eso no desanimó a mi amiga Masuko y a sus paisanos que se acomodaron disciplinadamente, colocaron una postura firme con la espalda derecha y la mirada al frente y, poco conversamos a partir de ese momento porque toda su concentración se ajustó en no perder de vista el sobrio escenario en el que sólo había un telón negro, dos sillas y dos micrófonos. Puntual, subió a escena el guitarrista, que era el encargado de romper el hielo y, ya de paso, hacernos entrar en calor y, con solo escuchar los primeros arpegios, el amigo de Masuko sentado a mi izquierda murmuró "por bulerías". "Cierto, cierto", dije yo, mientras me ponía a palmotear por lo bajini porque a mí estos ritmos siempre me contagian. Mis nuevos amigos siguieron atentos a la entrada en escena del cantaor, sin perder un detalle, absortos en ese mundo flamenco y nocturno en el que nos habíamos sumergido. Después de un par de palos más, se hizo un descanso y acudimos de nuevo a nuestro particular ambigú tabernero y allí me lancé a mostrarles el taconeo inicial de las alegrías de Cádiz que había aprendido de niña y que ha quedado grabado en mi mente como a fuego. Pero otra de las japonesas amiga de Masuko me dijo que a mi ejercicio le faltaba un pelín de "desplante" para que fuese más audaz y se dispuso a imitar mi zapateao, estirando la espina dorsal y levantando la barbilla con tronío. Decidí dejarme de demostraciones por esa noche después de que Masuko me explicara que sus amigos habían venido a Sevilla para mejorar sus técnicas de baile flamenco, un arte que llevaban años practicando en su país. "De hecho, la gira de promoción de la Bienal de Flamenco de este año ha comenzado en Tokio", me dijo.
Después de disfrutar de una noche descubriendo a jóvenes talentos flamencos de Andalucía, salimos de los Jardines del Valle. Formábamos un grupo variopinto, conmovidos todos por el compás gallardo del toque, del cante y del baile. Entonces miré a Masuko y a sus amigos y me persuadí de que, para ser flamenco hay que tener tanto duende, tanta personalidad y tanto poderío que lo mismo da nacer en Japón, en Alemania o en Utrera, porque un flamenco nace donde le da la gana.
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