La calle es de todos
"La arquitectura del miedo y la intimidación se extiende por los espacios públicos de las ciudades transformándolos, incansable aunque furtivamente, en zonas vigiladas y controladas a todas horas... Lo malo es que, además de la inseguridad, es posible que desaparezcan de las calles las principales atracciones de la vida urbana, como la espontaneidad, la flexibilidad, la capacidad para sorprender y ofrecer aventura. El sustituto de la inseguridad no es entonces el éxtasis de la calma, sino la maldición del aburrimiento". (Zygmunt Bauman, Confianza y temor en la ciudad, Arcadia 2006).
Un fantasma recorre Europa (y el mundo desarrollado en general), el del miedo: al otro, a los distintos, a los que no nos gustan, a los que expresan realidades que no queremos ver. Y se multiplican las respuestas represivas, aunque se disfracen de declaraciones de buenas intenciones, protectoras no sólo de los derechos legítimos de los ciudadanos normales (el derecho a sentirse seguros), sino también de los derechos de los otros, supuestos causantes de la inseguridad ciudadana.
El Gobierno catalán, sin llegar a la brutalidad de la ordenanza del civismo del Ayuntamiento barcelonés, parece haber emprendido una senda similar. La pésima gestión de la noche del botellón ya demostró que un planteamiento represivo es tan poco democrático como ineficaz, y conduce a confundir a unos miles, o decenas de miles, de jóvenes -con un cierto derecho a disfrutar y con los que se puede pactar para respetar el derecho de los durmientes- con unos pocos centenares de indeseables violentos a los que sólo cabe aplicar el Código Penal. Poco después, la máxima autoridad en orden público aportó la idea de que se podrían cerrar calles, reservadas a los vecinos. Al margen de la dudosa competencia en una materia más propia de la autoridad municipal, la propuesta de privatizar las calles forma parte de una tendencia destructora de la ciudad como lugar de tolerancia y de mixtura, de convivencia y de encuentro entre gentes diversas.
Los barrios cerrados (las gated cities), las urbanizaciones exclusivas, las unidades de habitación con reserva del derecho de admisión, las calles controladas por los vecinos (que deciden quién puede pasar) son realidades cada vez más frecuentes, impulsadas por los mecanismos clasistas del mercado. Lo extraño es que en Europa, donde el fenómeno es de menor escala que en América, sea un Gobierno, progresista por autodefinición, el que se proponga ir más allá cerrando calles céntricas para uso exclusivo de los vecinos, legitimando así los peores excesos de las cada día más frecuentes reacciones sociales excluyentes, el no en mi patio trasero.
El anteproyecto de ley de "limitación y ordenación de las actividades relacionadas con la prestación de servicios sexuales remunerados" (más claro: ley sobre la prostitución) insiste en esta concepción reduccionista del espacio público.
El anteproyecto parte de una opción positiva y valiente: la aceptación del trabajo sexual y el reconocimiento de los derechos laborales y sociales, incluyendo el acceso a la formación y a la atención sanitarias y las prestaciones, bienes o servicios que requieren justificación de ingresos. Es decir, supera las posiciones simplistas del abolicionismo que estigmatizan una realidad desde posiciones tan puritanas como inoperantes, que agravan las condiciones de vida de la población más vulnerable. El abolicionismo presume además de que el trabajo sexual es una actividad sometida a coacción o abuso de necesidad, lo cual es cierto sólo en parte, en cuyo caso es una acción tipificada ya como delito por el Código Penal.
Pero el anteproyecto, que procede del Departamento de Interior, se obsesiona por resolver o prevenir los posibles conflictos que pueden derivarse de la presencia en el espacio público de la oferta y solicitud de trabajo sexual y pretende solucionarlos mediante la prohibición radical de esta presencia en la calle.
En la medida en que se regula una actividad y se admiten unos derechos, parece lógico admitir su visibilidad. Pero entonces aparece la reacción de colectivos vecinales, que consideran que la prostitución es una actividad vinculada a la criminalidad organizada y que además hiere la sensibilidad de los ciudadanos, que, como decía la ordenanza, "se ven inmersos en un escenario visual no deseado".
Hay que decir que la proximidad de las prestaciones sexuales con las mafias no se debe al ejercicio de la prostitución en sí, sino a las condiciones de vulnerabilidad y debilidad de las personas que la ejercen. Esto se ha acentuado en una época en que los movimientos migratorios derivados de las desigualdades económicas a escala global desplazan importantes contingentes de personas en situación de debilidad estructural, incrementando la oferta sexual.
Las mafias que someten a una explotación ilícita a colectivos vulnerables existen en sectores económicos legales y no estigmatizados (el textil, la construcción, la hostelería, la agricultura, etcétera). En todos estos casos nos encontramos con poblaciones que viven precariamente debido a su situación de ilegalidad a causa de políticas migratorias restrictivas, que favorecen el abuso de la necesidad. Por tanto, la regularización del trabajo sexual no puede plantearse como un instrumento de orden público para acabar con las mafias, sino como reconocimiento de la condición de sujetos de derechos a las personas cuya clandestinidad las hace más vulnerables. La persecución de la oferta y solicitud sexual en la calle significa incrementar la desigualdad en perjuicio de la prostitución visible, la más pobre. Las ordenanzas barcelonesas han sido un test de cómo este tipo de normas se convierten en una persecución arbitraria de los más débiles y desvalidos.
Por tanto, si la prohibición de la oferta o solicitud callejera va contra el reconocimiento y protección de los derechos de las personas, queda por resolver la convivencia en el espacio público. No es posible admitir la molestia a la sensibilidad visual o el prejuicio moral como bien jurídico que debe protegerse por encima de los derechos de las personas a prestar o solicitar determinados servicios sexuales. Pero tampoco se pueden obviar los usos conflictivos que se dan en el espacio público. La vía legislativa difícilmente puede resolver todos los problemas, pero, al menos, debe permitir o plantear vías de solución distintas de la pura y simple prohibición.
Una posibilidad es excluir zonas y horarios, o delimitar en positivo zonas autorizadas. Esta última es una solución discutible, pues puede generar "estigmas territoriales", aunque esta zonificación ya se ha producido de manera espontánea y de lo que se trata es de intervenir en ella para proteger a todos. En otros casos debería poderse pactar, entre los distintos sectores ciudadanos implicados, incluidos los trabajadores sexuales, las condiciones de la presencia en el espacio público. Pero en ningun caso nos parece admisible la prohibición genérica de una actividad que afecta a un colectivo social vulnerable, ni la conversión en norma de un prejuicio moral tan excluyente como hipócrita.
Jordi Borja es urbanista y Mercedes García Arán es penalista.
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