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DON DE GENTES
Columna
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De uñas

Elvira Lindo

"DE SIEMPRE FUE un lolitero". Esto se dijo de Onetti, en un acto que se celebraba en torno a él en La Casa de América, cuando aún vivía y opinaba desde su cama, leyendo el futuro, como lo haría una adivinadora, en el vaso de whisky que sostenía su mano. Esto fue lo que sonó en la sala: "De siempre fue un poco lolitero". El comentario venía a cuento porque acabábamos de ver fragmentos de la entrevista que le hizo Ramón Chao. En el transcurso de la misma, el escritor manifestaba un vivo interés por la muchachita que llevaba la cámara. Los ponentes que hablaban sobre el autor de La vida breve comentaron con sorna la admiración que Onetti había sentido siempre hacia las mujeres muy jóvenes. Esto sucedió hace unos catorce años. El adjetivo lolitero sonó como algo audaz, divertido, jacarandoso, verde, inocente; la nostalgia del viejo que cuando mira a las jóvenes las ve tan lejos como ve su propia juventud. La pregunta es: ¿sería pronunciable ahora ese adjetivo?, ¿se reiría el público de igual manera? El otro día, un amigo del que no voy a dar el nombre porque sé que no quiere buscarse líos, apareció en un programa de televisión de estos que son modernitos y guays hasta que uno topa, claro, con las cosas sagradas. Los contertulios se estaban cachondeando de aquella canción de José Luis Perales que hablaba de un tío que soñaba con que le tocara "una de catorce". Viniendo la letra como venía de nuestro conquense universal, Perales, está claro que cuando decía el cantautor "una de catorce" se refería a una quiniela, pero mi amigo, que no perdona un juego de palabras y se vio animado por la tontería del ambiente, dijo: "A mí sí que me gustaría que me tocara una de catorce". Después del programa, alguien de producción le dijo: "Mira que no te vamos a llamar más: no nos gustó el chiste". Es curioso cómo la moralina de la corrección puede señalar como apestado a alguien que ha hecho un chiste sin importancia y convivir sin mayores problemas en un país como el nuestro en el que hemos aprendido a conversar a gritos. Suele pasar. Me pregunto si no acabaremos juzgando a don Antonio Machado por haberse casado con "una de poco más de catorce", Leonor. Me lo pregunto al abrir ese tomazo que ha escrito Ian Gibson, al que siempre deberemos reconocerle el mérito de haber hecho lo que ningún español hizo: las biografías de dos de los grandes. Rectifico: Gibson ya es español. Veo la foto de don Antonio y Leonor, y pienso en lo poco que se ajusta al poeta de torpe aliño indumentario el adjetivo lolitero. Lo misterioso de las fotos es que vemos en los ojos de los personajes un destino que parecen llevar escrito: en los ojos de Leonor está escrita la muerte temprana; en los de don Antonio, la tristeza de la pérdida de la amada y el destierro. Niña y poeta tienen ya en la foto la gravedad de los que van a morir. Gibson recuerda un deseo de la madre del poeta: no dejar a su Antonio sólo en la vida. Se cumplió, murieron los dos con pocos días de diferencia. Viajo en el metro con el tomazo y de pronto, como una señal que aún no sé cómo interpretar, veo que unos versos de don Antonio adornan la pared, en inglés y en español: "Cuatro cosas tiene el hombre / que no sirven en la mar: / ancla, gobernalle y remos, / y miedo de naufragar". Poesía que el metro de Nueva York pone a disposición del viajero. Estos versos habrán sido leídos por miles de personas, leídos moviendo los labios, como ahora mismo hago yo, como solemos hacer todos instintivamente con la poesía, hacerla sonar en voz alta para oír su música. La poesía de Machado suena bien en inglés porque tiene poca retórica, es limpia y llena de contenido. Con el tomazo voy hasta la manicura de la esquina, un lugar baratuno de barrio en el que uno puede vivir el pulso de la soledad los sábados por la tarde. Los neoyorquinos (y entiendo por neoyorquino a cualquier persona que viva aquí), como los niños autistas, van a la manicura a que alguien les toque un poco. Es probable que muchos de los que vengan aquí a arreglarse pies y manos estén pagando por el único contacto físico que van a vivir en el fin de semana. La caricia de las chinas y de las indias latinoamericanas que, milagrosamente, cuando están juntas realizando el mismo trabajo, ese trabajo primoroso de limar, cortar cutículas, pintar con colores extraordinarios, acaban pareciendo todas de un mismo país de Oriente. Mientras leo sobre el poeta y la niña, tengo a mi lado a un hombre cuarentón, que hace como que lee una revista mientras le están haciendo la pedicura a su hija, que tendrá unos catorce años, y a la amiga de su hija. El padre mira de refilón los pies de las niñas. Niñas de catorce años. Este momento me recuerda vivamente la película American Beauty. No sabría cómo explicarlo, pero intuyo que dentro de esta escena que contemplo disimuladamente está contenido el misterio de la extrañeza que me provoca a veces esta sociedad y que me empieza a provocar la mía, la española. Lo que me pregunto es cómo este padre hace compatible la falta de contacto físico que hay aquí entre padres e hijas con el acto de llevar a tu niña a que le pinten los pies de un rojo portuario, con el hecho de estar mirando los pies de la amiga de tu niña, aparentando en el gesto de apoyar la cabeza sobre la mano un aburrimiento que en el fondo no tiene y con una curiosidad que se empeña en disimular. Todo esto ocurre en una sociedad puritana de izquierda a derecha, que acogota al ciudadano de tal forma, que luego pasa lo que pasa.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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