Unidad y millones
No oigo a nadie hablar del Estatuto reformado, aunque voy por plazas, mercados y cafés, y los cafés, según George Steiner, son la esencia de Europa. Y, por fin, en una farmacia, se rompe el silencio radical: las subidas de precios son culpa del Gobierno, que con las autonomías ha encarecido todo, y más lo encarecerá en la Nación de Naciones, opina la farmacéutica. Nadie habla del Estatuto a pesar de que, reducido a palabras en torno a la raíz de "nación", se haya quedado en juego verbal, y los trabalenguas nos inviten a enredarnos en las palabras. Oímos palabras pesadas, tan imponentes como patria o nación, pero todo resulta anodino y nadie habla realmente del Estatuto. Nadie explica su increíble crecimiento, de 75 a 246 artículos. La última revelación socialista, de Chaves en Antena 3 y del portavoz del PSOE en el Congreso, López Garrido, anuncia que, gracias a los socialistas, el Estatuto acatará explícitamente la unidad de España en el Preámbulo y en el artículo primero, dos veces, como reiterará su obediencia a la Constitución, que ya proclama la indivisible e indisoluble unidad española.
No entiendo esta verbosidad de lo evidente y lo redundante. ¿Formularon los socialistas, a propósito de Cataluña, los mismos juramentos repetidos? ¿Es más dudosamente española esta comunidad autónoma de aquí que la de allí? Los socialistas no vieron necesario en Cataluña el énfasis unitario-español, pero parecen creer que Andalucía exige un juramento especial de fidelidad a España, sospechosos los andaluces, o más moldeables, impasibles o indiferentes. Somos especiales: en los años 50 del siglo XX, por ejemplo, había en la provincia de Málaga un tábor de regulares, tropas moras para domeñar a los moros, gente que tendría más dificultades en ser más española que nadie. No estaban destacados en Marruecos los regulares, sino en Frigiliana, cerca de Nerja.
Salto de la unidad a los millones: se vendió en Nueva York el martes pasado un Picasso que, según recuerda en el malagueño diario Sur Antonio Javier López, acababa de exponerse durante un año en el Museo Picasso de Málaga. Es el retrato de la bailarina Olga Khokhlova, danzando entre dos laberintos, el suelo y el papel pintado de la pared, como Picasso danzaba en 1932, pintándolo, entre dos mujeres, la bailarina y Marie-Thérèse Walker. Ha pagado su precio, 27,5 millones de euros, Larry Gagosian, galerista que revolucionó el mercado de compras y reventas en los años 80. Gagosian empezó con una tienda de carteles en Los Ángeles y luego se fue a Nueva York por lo mismo que, según palabras atribuidas a Gagosian por Anthony Haden-Guest, el bandido Dillinger, el más buscado del mundo en las listas del FBI, robaba bancos: porque allí era donde estaba el dinero.
Los retratos de mujeres se venden bien, espléndida inversión. Al día siguiente, miércoles, otra mujer de Picasso, Dora Maar con gato, alcanzó en la misma subasta los 75,3 millones de euros, record mundial. Picasso la pintó en la Francia ocupada por los alemanes de la II Guerra Mundial: es, como todo Picasso, un retrato autobiográfico, fruto de un estado de angustia grotesca, o así lo veía Gabriel Ferrater. Estas ventas millonarias santifican el Museo Picasso de Málaga, porque los museos se alimentan del fulgor de la riqueza, templos del buen poder y la buena fortuna, del dinero y el éxito, es decir, de la suerte, el respeto, la veneración y consideración social que se suele pedir a los dioses.
De este dinero picassiano sí he oído hablar por Málaga, como he oído hablar del Plan de Ordenación Territorial (POT) de la Costa del Sol, de la Junta. POT, en inglés y francés, significa olla, maceta, orinal, marihuana y socavón. La Costa del Sol es la mayor obra de arte que tenemos aquí: alteración de materiales, modelación del vacío y del territorio, destrucción y construcción, fusión de lo artificial y lo natural. Es una obra que nos ha transformado moralmente en profundidad, y esto es precisamente lo que los tratadistas exigen al arte verdadero.
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