Zidane, o la 'gambeta' como bandera
El astro del Real Madrid, símbolo de la Francia multicultural, anuncia su retirada del fútbol
El fútbol es un estado febril que se contagia por los ojos. Se contrae entre los cinco y los diez años de edad y deja secuelas que se transmiten fácilmente a otros organismos, afectando a músculos y tendones. Zinedine Zidane presenta una patología compleja. Se trata del primero de los grandes futbolistas europeos que se contagió por exposición directa a un virus transoceánico puro. Sin mestizajes europeizantes. Le ocurrió entre 1986 y 1990 cuando le llamaban Yazid y acudía al velódromo de Marsella a satisfacer sus ardorosas ansias por controlar la pelota. Allí descubrió a un uruguayo flaco y desgarbado como él, que, con la camiseta del PSG o con la casaca del Olympique, practicaba un arte nuevo. Cuando todos se abrían paso a choques, el uruguayo, el gran Francescoli, encontraba los atajos sin fricciones; cuando todos eran previsibles, anunciaba movimientos que descartaba por otros. Engañaba con el cuerpo. Interpretaba un género exótico, mezcla de tango y samba: la gambeta.
Zinedine Zidane, de 33 años, al igual que 'Kopa', es francés e hijo de inmigrantes. Ambos representan un modelo de ciudadano integrado
Su gol en la final europea de Glasgow contra el Bayer de Leverkusen es uno de los gestos más puros que vio el deporte
Al fichar por el Madrid, pasó de ser un monolito político a convertirse en un futbolista simplemente adorado por los madridistas
El fútbol tiene consecuencias imprevisibles. Cobra vida propia. La historia de Zidane, que el pasado martes anunció su retirada, es un caso único porque hizo de la gambeta rioplatense una poderosa bandera en defensa de los valores republicanos de Francia. Su carrera es una metáfora de la diversidad cultural como fuente de identidad. Un fenómeno que ninguna selección acoge mejor que la francesa, históricamente compuesta por inmigrantes o hijos de inmigrantes llegados de todas partes.
Raymond Kopaszewski, Kopa, fue uno de los jugadores más populares de Europa en la década de los cincuenta. Era francés hijo de mineros polacos. Igual que Zidane, representó un modelo de ciudadano integrado. Como Zidane, jugó en el Madrid. Y también fue un símbolo. Kopa sintetizó una Francia que se modernizaba para emerger de la posguerra. Mucho más que un ídolo deportivo, se convirtió en la síntesis de los valores de la economía liberal, con el culto al trabajo duro como principio.
Símbolo de integración
Zidane, que tiene 33 años, encarnó las aspiraciones de otro tiempo. El genio del campeón del mundo de 1998 fue el símbolo de la integración exitosa. En un equipo formado por jugadores nacidos en Argentina (Trezeguet), Estados Unidos (Boghossian), Guadalupe (Diomède y Henry), Senegal (Vieira), Zidane ejercía de bisagra silenciosa entre los extranjeros y los nacidos en el país.
No hablaba mucho, pero fue capaz de comunicarse con actos. Era hijo de inmigrantes y se había criado en un barrio pobre de Marsella. Sabía bien, por el origen de sus padres -ni árabes ni europeos, sino kabiles, una minoría étnica del norte de África-, lo que era la necesidad de establecer lazos. Nunca fue considerado el capitán en aquel grupo, pero su liderazgo espiritual se hizo incuestionable. Lo avalaba una técnica fabulosa ejecutada con la elegancia de un bailarín del Bolshoi.
La gracia de Zidane encandiló al público francés, siempre incrédulo para el fútbol. A diferencia de lo que ocurría en otros países, hasta la Copa del Mundo de 1998, la identidad nacional de Francia nunca se relacionó con un estilo concreto de juego. El chauvinismo local se mantuvo alejado de los estadios. En 1996, durante la Eurocopa de Inglaterra, el líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen declaró que introducir jugadores "extranjeros" en la selección era "artificial". El hombre estaba indignado porque Karembeu, nacido en Oceanía, no cantaba La Marsellesa.
Las metáforas marciales que catalizaban los sentimientos populares alrededor de otras selecciones nunca funcionaron con Francia. Si en Gran Bretaña tradicionalmente se convocó a los jugadores con un resabio de la pompa victoriana del llamado a las armas, en Francia la conexión tuvo un sentido menos belicoso. El llamado football-champagne de la época de Michel Platini se relacionó con el espíritu de improvisación. Esta espontaneidad se atribuyó a la vivacidad latina. El propio Platini era hijo de italianos.
Esta imagen del fútbol como un artefacto frío y distante se difuminó en julio de 1998. El día que Francia le ganó la final a Brasil con dos goles de Zidane, el país vivió una convulsión. Una explosión de alegría que muchos observadores no reconocían desde la liberación del nazismo.
La victoria se asoció rápidamente con las enormes posibilidades económicas y sociales que ofrecía una Francia multicultural y abierta. La combinación de democracia y meritocracia impuesta por el seleccionador nacional, Aimè Jacquet, tuvo alcance político. Y en el eje del invento destacó Zidane por encima de todos los jugadores del planeta.
Tres años más tarde, la presencia enigmática de Zidane se hizo familiar en España. Cuenta la leyenda que el entonces presidente del Madrid, Florentino Pérez, coincidió con el jugador en la Gala de la Liga de Campeones, en el Sporting Club de Montecarlo. En su intento por romper el hielo, Pérez le alcanzó una servilleta de papel con una inscripción a bolígrafo: "¿Quieres jugar en el Real Madrid?". Harto del Juventus, el astro francés respondió que sí, y el presidente lo compró por 78 millones de euros, la suma más alta jamás pagada por un futbolista. Para probar el origen apócrifo de la versión, Steve McManaman presenta una prueba determinante: "Estoy seguro de que el Sporting Club gasta en servilletas de lino, no en pañuelitos de papel".
El gol
En cualquier caso, Zidane pasó de ser un monolito político a convertirse en un futbolista simplemente adorado por los madridistas. Su gol en la final de Glasgow, contra el Bayer, es uno de los gestos más puros que vio el deporte.
Y todo por culpa de un uruguayo nacido en la inefable localidad de Sarandí del Yi, en el departamento de Durazno, en 1961. Conocido como El Príncipe, Francescoli incorporó en sus genes los trucos de medio litoral americano reproducidos por contagio a lo largo del siglo. Desde el río Negro hasta el Amazonas, desde Ildo Maneiro hasta el Charro Moreno, desde Garrincha hasta Pelé.
Sin saberlo, Zidane recibió todo el código. Lo hizo con esfuerzo. Obsesionándose por practicar. Durante días enteros avocado al ensayo. Prescindió de horas de relaciones públicas, evitó el cine, eludió todas las distracciones y se concentró en el balón para ser feliz. Como Enzo.
Cuando se vaya definitivamente, dejará un rastro de epidemia que los afectados revelarán con tics de grandeur.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.