El calvario de Barajas
Pocos espacios simbolizan mejor el desasosiego contemporáneo que los aeropuertos, pero el madrileño de Barajas en su nueva terminal, tan bella, está en línea con los más paradigmáticos centros de torturas en que se han convertido. No conozco a nadie que halle tranquilidad en un aeropuerto, ni siquiera los privilegiados que alivian sus desesperadas esperas en las salas de preferente de las compañías aéreas, pero es difícil situar en orden de gravedad los inconvenientes que a un viajero le asaltan nada más pone un pie en la T4. No es el menor la larga distancia entre el lugar donde el viajero recoge su tarjeta de embarque -sin ventanilla ya para el último minuto ni para los usuarios sin equipaje- y el de la puerta que le toque para ingresar en el avión. Incluye su aventura otro viaje en un tren interior de Cercanías que circula por el vientre del aeropuerto; una especie de Metro, como el que le falta aún al madrileño para trasladarse desde el centro a la terminal.
Eso sí, se le anuncian los minutos que va a perder en su traslado de un lugar a otro, todo un detalle para que no deje de tener en cuenta la entrega de tiempo que se le requiere. Pero no acabará el problema de la distancia, una vez conquistada la puerta, si la suerte no le depara al viajero un finger; dado este contratiempo, ha de ingresar en un autobús, otra modalidad de transporte, que lo conduzca al lejano espacio de la pista donde encontrará al fin su avión y emprenderá su vuelo en el mejor de los casos. Porque en el peor, ya sea porque el tráfico es tan desmesurado como las distancias que ha tenido que superar, o porque a última hora no llega el catering del vuelo, porque hayan perdido unas maletas o sea preciso revisar las que han perdido a su dueño en el recorrido, permanecerá el viajero en el interior de su avión cultivando la paciencia durante el tiempo que le toque perder hasta alcanzar la dicha del despegue. Y menos mal que, gracias a que Esperanza Aguirre y su séquito perdieron sus equipajes después de un periplo internacional, sabe ya el viajero que ni siquiera aquellos que se libran del calvario de Barajas, cómodamente conducidos a la sala de autoridades y de ella alegremente al avión, están a salvo de que los dejen sin secador de pelo y sin mudas. Pero sería injusto ignorar la existencia de las escaleras mecánicas o los ascensores que se usan en el trayecto: dispensan alivio al viajero en el cansancio de la maratón y exhiben la riqueza de medios en el ostentoso universo aeroportuario de Madrid. Es verdad que a veces se paran las escaleras por agotamiento, y el agotamiento lo hace suyo el viajero, pero estas eventualidades no deben servir para especular sobre el espanto del laberinto a la hora de un posible apagón. Pueden servir en todo caso para que el viajero se haga un razonable propósito si llega a la vejez: no poner un pie en un aeropuerto, que si bien es el lugar más seguro de su vida, le evidencia constantemente su vulnerabilidad ante un terrorista o un loco de cualquier condición. Y a salvarlo de ese peligro se dedican inevitablemente los servicios de seguridad e inevitablemente no sólo ha de sufrir largas colas y despojarse de sus enseres y de los cinturones que impiden la exhibición de sus carnes, sino que ha de entregar su cuerpo al toqueteo para dejar de ser sospechoso.
Pero la legítima preocupación de la autoridad aeroportuaria por proteger al que viaja no acaba ahí: se proyecta en el uso de la megafonía que machaconamente le pide que cuide de sus pertenencias, ya que se las pueden birlar, y acaba por crearle encima la inseguridad del que cree hallarse en una cueva de ladrones. A esto se dedica la megafonía mucho más que a dar explicaciones de retrasos o información sobre informalidades que se tragan el tiempo y las energías del usuario, dañando seriamente su salud. Pero, convencida de que nada como el tabaco puede comerse su vida, y en consecuencia su tiempo, la nueva sensibilidad sanitaria y medioambiental llena la megafonía y le impone otra orden: mantener el aire limpio en Barajas no fumando. Sin embargo, ya fuera, recuperado el aire libre, una ventaja tiene Barajas: es todo tan caro en su interior que supone una alegría descubrir que en la calle no sólo la vida es menos inquietante, y el tiempo más tuyo, sino que los precios son más bajos y las pastillas refrescantes no son aún un artículo de lujo.
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