Aplausología
De vez en cuando me gusta comprobar la evolución del aplauso. Cambian las modas y las tendencias artísticas pero, al final, la expresión universal de entusiasmo sigue resumiéndose en ese gesto extravagante que consiste en juntar acompasada y ruidosamente las palmas de las manos. Metodología: acudir a distintos espectáculos y observar la intensidad y los matices del aplauso. Primera parada: teatro Capitol, Lorca somos todos, dirigida por Pepe Rubianes. Durante la representación, suena un teléfono móvil. Se confirma que cualquier elemento ajeno al espectáculo quiebra el clima que se crea entre el escenario y la platea. Dos espectadores abandonan la sala a media función, quizá creían que era un tablao flamenco. Bajo los focos, domina el luto y la trascendencia histórica, dos legados que nos dejó el fratricidio en cualquiera de sus múltiples interpretaciones. Al final, pese a la interrupción politónica, la gente aplaude con fuerza, no sólo el trabajo de los actores sino tambien la intención de la obra: restituir la memoria de Federico García Lorca y de su amigo Luis Rosales, que ha pasado a la historia como el chivato traidor que nunca fue. No se trata de un aplauso monolítico. Algunos se levantan y gritan bravo y otros se quedan sentados y se limitan a transmitir una emoción que agradece el esfuerzo de convertir en materia prima teatral un episodio de la Guerra Civil que acabó con un gran poeta. Es un aplauso más emocional que mental, más terapéutico que artístico y, sobre todo, es un aplauso politizado.
Segunda parada: teatro Tantarantana, Idaho y Utah, dirigida por Albert Espinosa. Durante la representación, el único teléfono móvil que suena es el de uno de los personajes. El escenario reproduce una azotea futurista en la que unos personajes melancólicamente divertidos y con apodos de Estados norteamericanos reflexionan sobre un medicamento que permite dejar de dormir para siempre y multiplicar el tiempo de ocio y de trabajo. Uno de ellos tiene una pierna ortopédica de la que se cachondea y con la que batea una pelota gigante de béisbol. Como en espectáculos anteriores de la Compañía Pelones, se tratan las enfermedades y sus secuelas en un tono que produce una extraña sensación de simpatía, impacto y emoción. Eso se nota en el aplauso, que tiene mucho de admiración y respeto, algo que puede ser injusto con los valores estrictamente dramatúrgicos de la obra. En esta ocasión, el aplauso no es político ni militante y podríamos definirlo como tierno. Tanto en Lorca somos todos como en Idaho y Utah se produce un fenómeno interesante. El público aplaude, los actores salen a saludar, desaparecen rápidamente, y regresan muy deprisa, un poco antes de lo que la cadencia del aplauso requeriría. Parece que teman que el aplauso se acabe y no puedan volver a salir a saludar, la auténtica medida de los éxitos. Resultado: tanto los saludos como las reapariciones son rápidas, aceleradas, como filmadas a cámara rápida.
Tercera parada: Gran Teatro del Liceo, Otello, de Giuseppe Verdi, dirigida por Antoni Ros-Marbà (dirección musical) y Willy Decker (dirección de escena). Intento estar en dos sitios a la vez. Mientras se representa la función, en el gran teatro Santiago Bernabéu juegan el Real Madrid y el Arsenal. Disimuladamente, llevo un auricular por el que escucho la vocinglera retransmisión del partido. Sí, ya sé que Otello merece más respeto, pero acudo en calidad de acompañante y, por más que lo intento, no puedo dejar de pensar en aquella frase de Ed Gardner: "Una ópera es donde apuñalan a un tío, y éste, en vez de sangrar, canta". Estoy demasiado pendiente del partido y no consigo alcanzar la calidad de ubicuo, como hacía Tete Montoliu, del que se cuenta que podía tocar el piano y escuchar las retransmisiones de Joaquim Maria Puyal al mismo tiempo. Es como si no estuviera en el teatro y cuando Thierry Henry regatea a tres adversarios y marca su maravilloso gol, estoy a punto de gritar como un poseso, ajeno al argumento de Otello, que habla de celos, incompatibilidades sentimentales y religiosas envueltas en un tono general de tragedia. Al entrar al Liceo, como llovía, se repartían unas preciosas fundas para guardar los paraguas mojados y no dejarlo todo perdido. Debería ponerme una de esas fundas en la cabeza para contener mi goteo mental. El aplauso es largo, sincero y parece dirigirse especialmente a José Cura, que interpreta a Otello, y a Krassimira Stoyanova, que interpreta a Desdémona. Los habituales del Liceo me cuentan que, comparado con otros, el aplauso de esta noche es rotundo, exitoso, de los buenos. Algunos espectadores lo acompañan con expansivos gritos de "bravo". Es curioso: los que no gritan miran a los que lo hacen con cierto desprecio, como si consideraran que aplaudir y gritar al mismo tiempo es una forma de hacer trampa, de enfatizar lo que, ya de por sí, expresa el aplauso. Lo dijo Xema Belgasay: "El cantante de ópera es un magnífico pretexto para que los aficionados a ella puedan aplaudir largamente su propia sensibilidad artística". Yo, que parecía el más entusiasmado, aplaudía por Henry. Qué golazo, madre mía.
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