Es kafkiano
ELENA, RECOSTADA en el sofá, con un cuerpo que delata en la sensualidad involuntaria de su postura sus gloriosos quince años, lee a Shakespeare. Ella no piensa en ningún momento "estoy leyendo a Shakespeare", como no piensa que parece una niña retratada por Balthus, como no piensa en su condición de lolita perezosa a la hora de la siesta. Lo-li-ta. Elena no le da ningún crédito a Shakespeare, ni a él ni a ningún otro autor; ella lee inocente Romeo y Julieta, o puede que no haya tanta inocencia en ese acto, puede que haya empezado a leerlo porque sabe que la elección de este libro hará que su padre se sienta orgulloso, puede incluso que mientras lee las diez primeras páginas, un deseo subterráneo esté siendo más fuerte que la propia lectura: "Ojalá mi padre pase por aquí y me vea leyendo a Shakespeare". Elena está en la edad en que uno puede identificarse (más que en ninguna otra) con el enamoramiento inmediato, ese que no precisa de palabras, ese amor brutal que se produce a primera vista y que conduce a la desesperación. Elena lee a Shakespeare sin leer a Shakespeare, sin saber que hay un canon, saltándose las convenciones culturales, el escalafón, el juicio pomposo de todos los Harold Bloom del mundo universitario, de los Harold Bloom honrados y de los que no lo son tanto, o de ese Harold Bloom que hace compatible su sabiduría con la vanidad y el deseo de ser el number one en el canon de los críticos anhelantes de reconocimiento. Elena lee a Shakespeare después de haber leído Harry Potter, ignorando que Bloom dijo que Potter era una mierda. Ella ignora que el anterior libro era una mierda, según Bloom, y que éste es una obra de arte fundamental en la historia de la literatura. Ella, sencillamente, no piensa en esos términos. Ella, con el simple acto de leer este libro, está dando sentido a la definición de un clásico. A la media hora está tan absorta en la lectura que olvida a su padre, olvida que está leyendo. Ella ya es Julieta. Ahora la veo andar deprisa por el pasillo con el libro en la mano. Va agitada, es la imagen misma de una jovencita sentimental de Jane Austen, anda buscando a su padre. Cuando lo encuentra, oigo que le pide explicaciones con la voz entrecortada: "Pero tú no me habías dicho que se morían al final".
El joven Israel Galván tendría veintipocos años cuando cayó en sus manos una novela con la que se sintió profundamente sacudido. Fue una de esas veces en las que uno lee un libro y dice: "Aquí estoy yo, yo soy el individuo del que habla esta novela". Israel, hijo de los bailaores José Galván y Eugenia de los Reyes, llevaba mucho tiempo sintiéndose un bicho raro. Un bicho raro entre ese ambiente de camerinos, trajes de flamenco y ferias al que parecía predestinado. Bailaba desde muy chico, pero sin convencimiento, sin querer estar ahí; bailaba bien porque se había criado viendo bailar, pero su sueño era ser jugador del Betis. A los dieciocho años, para consolarse de una timidez que le impedía relacionarse normalmente con las niñas, empezó a encerrarse en su cuarto y hacer cosas raras, a bailar pero poniendo los pies para dentro, sacando la barriga, retorciendo los brazos como si fueran patas de insecto. Cuando sus padres, bailaores puros, por derecho, vieron aquello, se taparon los ojos con las manos y desearon que el muchacho no saliera de la habitación para que no lo viera nadie. Así que es natural que un día el joven Israel llamara a su representante y le dijera conmocionado: "Acabo de leer un libro que es la historia de mi vida y quiero hacer con él un espectáculo". Cuando la representante preguntó qué libro, Israel contestó: "La metamorfosis". Fue tal la influencia que la historia del tal Gregor Samsa tuvo en su vida de bailaor raro, que desde entonces dice cosas sorprendentes, como que le gusta bailar haciendo pellizquito para ese público que grita Olé, pero también le gusta que el público lo vea en el escenario como una porquería. El Olé y la porquería. El bailaor que saca al chulo que lleva dentro y al hombrecillo ridículo. Israel Galván te deja tan desconcertado como cuando leíste por vez primera La metamorfosis, consigue hacerte entender la ironía de Kafka. Después de poner al público neoyorquino en pie, Israel salió del camerino con los hombros encogidos, pequeño y tímido, con cara de no saber qué cara poner. Y tú ahí esperando, preguntándote cómo se felicita a alguien que ha conseguido impresionarte tanto moviéndose en un espacio diminuto de dos por tres, como se movería el escarabajo Samsa en su cuarto. Le dije que era un humorista, que tenía mucha retranca en lo que hacía, y me dijo que cada vez se sentía más cerca de ser un cómico. Y fue luego, caminando con Israel por la Segunda Avenida, cuando me acordé del verano en que Elena, en ese momento en que las niñas son mitad creaciones de Nabokov, mitad de Jane Austen, descubrió el destino fatal de Romeo y Julieta. Eso me llevó a pensar en quién hace clásicos a los clásicos, si la autoridad del crítico o la inocencia del lector no avisado o las dos cosas a la vez. Y eso me llevó a pensar en esa frase de los Evangelios: "Ser astutos como serpientes e inocentes como corderos", y eso me llevó a pensar que sin inocencia no se puede disfrutar de los libros ni de la vida, y eso me llevó a pensar que en España, ese país de listos que están de vuelta sin haber ido, a veces surgen artistas como este hombre ligero y tímido, que se encerró en su habitación a los dieciocho años y ahora es más kafkiano que el mismo Kafka.
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