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LA NUESTRA
Columna
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Miedos, contagios y fronteras

Canal Sur tiene ahora en antena dos programas en cuyo título está la palabra "frontera": Andalucía sin fronteras, que aborda desde muy diversos -y desiguales- ángulos el fenómeno de la emigración, y Frontera social, de contenidos más difusos pero en general relacionados con los problemas a los que la sociedad tiene que hacer frente ahora (aunque algunos sean tan viejos como el de la prostitución) y que por tanto también funcionan como fronteras, como límites que tenemos que superar. El programa de TVE Línea 900 se ocupó el sábado pasado de la frontera de Melilla, y mostró una situación tan increíble como la de la vivienda de un español situada en terreno español que la metástasis de la valla ha dejado ahora en tierra marroquí. En Cuatro y en la SER hablan de Ciudad Juárez, otra frontera a cuya sombra el asesinato sistemático de mujeres, vinculado por lo menos con el tráfico de órganos y la industria de la pornografía, está haciendo surgir un cementerio indescifrable. Y las imágenes -¡y la banda sonora!- de hace dos años en Basora: los soldados británicos al otro lado de la frontera de lo humanamente comprensible, golpeando a otros individuos de la especie humana. Y hace unos meses, en los barrios de París, una frontera de coches incendiados para delimitar el territorio de lo que Ulrich Beck ha llamado "la revuelta de los superfluos". Etcétera.

Si hablamos tanto de fronteras es porque la presencia dentro de nuestras sociedades de conflictos imposibles de esconder por más tiempo está haciendo que la idea de riesgo permanente, con todo su poder desestabilizador, abra un vacío a nuestros pies para el que las fronteras nos sirven de quitamiedos. Y de quitaculpas: la causa del riesgo la ponemos al otro lado de la frontera, ponemos fuera de nuestros muros cuerpos que cargan con los fantasmas que nos impiden dormir. El truco ha funcionado, a costa de guerras y construyendo sucesivas categorías de barbarie que hemos ido endosando a unos y a otros, hasta este momento histórico en el que ya resulta imposible seguir ignorando dos cosas: que los muros de nuestra fortaleza nunca nos han protegido suficientemente del temido contagio del exterior, y lo que es más grave, que dentro de nosotros, sumido en una oscuridad en la que hemos aprendido a ver y reconocer las cosas, hay un riesgo tan desestabilizador como el que más y que no es otro que nuestra propia condición humana.

Pero la fabulación continua de causas exógenas para nuestros males nos ayuda a no reconocer ese enemigo interior. Una prueba de ello está en las respuestas que recogen las cámaras de televisión cuando salen a la calle a preguntar sobre algún conflicto cercano y caliente: todo el mundo, siempre, rebota la culpa fuera. Y es curioso: levantamos muros pero necesitamos abolir los límites. ¿Quién no comprende, por ejemplo, que puede y tiene que haber un horario para la grosería en televisión? ¿No hay un acuerdo tácito en que nada es lo suficientemente obsceno como para ser definitivamente mantenido fuera de la vista? Creemos que, como son una invención nuestra, las fronteras se dejan manejar a nuestro antojo. Lo cierto es lo contrario: se han convertido en nuestro problema principal, y no podemos dejar de hablar de ellas.

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