Surrealismo impetuoso
A medida que han pasado las horas desde el estreno de Federico, el espectáculo me sigue haciendo reflexionar más y más. Sobre la tragedia, sobre el teatro, sobre nuestro presente que nos exige estar siempre "alerta"".
En mis reflexiones además aparecen ideas sobre la puesta en escena, fruto de mi formación-vocación semiótica y mi dedicación casi compulsiva al análisis de la representación teatral.
Creo que, como bien apunta Marco de Marinis, el espectáculo empieza realmente en la relación del creador, a través de su creación, y el espectador. Es decir, nuestra respuesta como público entabla la conversación escénica en su más pleno sentido. Por ello, me siento impelido a comunicar mis reflexiones, como público.
La puesta en escena ha sido una de las más desbordantes de signos que he visto en mi vida. Asistí a un verdadero festival de signos, de códigos, de indicios, y todo perfectamente concebido. Era un dispositivo "rizomático", repleto de líneas de fuga, de descentramientos lumínicos y acústicos y conceptuales, era una escritura, sin duda, compañera del mejor Lorca. Surrealismo impetuoso.
Pienso que, al igual que Juan Ramón decía de su obra poética, una puesta en escena es siempre una "obra en marcha". Y he sentido que el texto necesitaba a veces más aire, dejarlo respirar a solas, de modo que la irrupción de los signos lumínicos, acústicos y de decorado fuera más acompasada con la poesía inherente al vacío del escenario y al texto literario.
Recuerdo tres momentos álgidos, en el que las paredes peladas del escenario se transformaron en pura poesía de la escena: uno, el fogonazo de vida simpática del camarero; otro, ese abanico del prestidigitador animando la vara de focos o la tapa del piano; y, por fin, esa lámpara cimbreante, que llevaba la luz de un lado a otro, como un alma viva y libre que desafiaba las leyes del espacio, de la gravedad, de la mirada...
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