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Columna
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Anciana con ecuatoriana

Supongamos que alguien tiene un hijo a los veinte años y que vive hasta los noventa (algo cada vez más normal). Cuando el hijo tenga setenta años estará cuidando del padre de noventa. Y puede que el nieto tenga que hacerlo del padre y del abuelo si las cosas se han complicado por el camino y no llegan en buenas condiciones a tales edades (lo que también es bastante normal). Ese nieto, pongamos que tiene cuarenta y cinco o cincuenta años. Ya ha criado a sus hijos y puede relajarse un poco. Está en condiciones de viajar, de divertirse, aún es joven. Pero no puede. Las responsabilidades, que no cesan. Ha pasado del cuidado de los hijos al de los padres, los abuelos y, como sigamos así, los bisabuelos. Los queremos y no podemos ignorarlos, los lazos son demasiado fuertes. De eso se vale la Administración para mirar sólo de reojo un problema de capital importancia, que por cierto se está soportando mejor gracias a los inmigrantes. Anciana con ecuatoriana, anciano con rumana, colombiana, dominicana. Los parques madrileños están llenos de estas nuevas parejas, cuyas vidas están tejiendo la historia de una nueva convivencia y supervivencia sorda. Los telediarios, por ejemplo, sólo abordan el asunto en las vacaciones de verano o en navidades, cuando en plan sentimentaloide sacan a ancianos solitarios en sus solitarias casas, mientras tal vez algún familiar ande por ahí de picos pardos, y entonces a todos, aun a los más sacrificados, nos remuerde la conciencia porque no estamos constantemente al lado de nuestros mayores viviendo su vejez.

Un poco de respeto para todos, en primer lugar para quienes han perdido la fuerza y ahora son vulnerables y se sienten indefensos. Sus personas, sus profundas arrugas y sus limitaciones físicas son dignas y no tienen por qué estar sujetos a la compasión, sino en todo caso a la comprensión. Nadie está obligado a quererles. No todos son unos viejecitos simpáticos y bonachones, algunos son tan insoportables como eran de jóvenes. Sencillamente tienen derecho a ser atendidos y protegidos por nuestro sistema, que para eso está. Más inversión en buenas residencias y en atención del tipo que sea para que la pérdida de facultades sea lo menos trágica posible para él y su entorno. Porque según están las cosas, ya no se trata de ahorrar para las vacaciones o para hacer un master en el extranjero, sino para la vejez, para esa residencia privada que nos costará un ojo de la cara si no queremos dejarles el marrón a los hijos. Ahora entiendo a mi abuela cuando decía refiriéndose al dinero, "esto para la vejez", como si la vejez fuera el monstruo de las galletas.

Pero vayamos a un caso concreto. Mi vecino Ismael, que a sus 87 años dice que ya lo único que le preocupa de verdad es que Sofía Mazagatos encuentre al hombre de su vida, pide por favor desde aquí que se dirijan a él llamándole por su nombre y no abuelo, una palabra que tiene reservada para sus auténticos nietos. Precisamente no frecuenta el centro de la tercera edad por no oír eso de "aquí se reúnen los abuelos". Es algo que le saca de sus casillas. Prefiere la palabra viejo para describirse. Le parece más exacta. Lo de "mayores" es demasiado ambiguo. Entre los mayores hay mucho falso viejo y por eso tampoco le gusta ir a las excursiones de jubilados, aparte de que se le olvida tomarse las pastillas. ¿Qué hago yo al lado de un chaval de 55?, dice. Dice que no hay que confundir jubilación con vejez, puesto que hay jubilados escandalosamente jóvenes. Para él se empieza a ser lo que se dice viejo a partir de los 80. Hasta entonces la edad es relativa, y se supone que con tanta vacuna contra la gripe y tantas vitaminas y fisioterapia dentro de nada comenzará a los 90. El otro día oyó en televisión (de la que le apasionan los anuncios) que un coche había atropellado a una anciana de 60 años. Se indignó porque llamasen anciana a una chiquilla. Ni siquiera él se considera un anciano. El anciano es un ser de otra época e incluso de otros países. Hay ancianos en Japón, por ejemplo. En las películas de Kurosawa se ven ancianos bastante auténticos. Y antes, hace mucho, en los pueblos castellanos también se podían contemplar las siluetas silenciosas, oscuras y enjutas de los ancianos recortadas contra los trigales. Un anciano que no parezca salido de un cuento no es un verdadero anciano. Dice que el chándal, metafóricamente hablando, ha acabado con el anciano y el tinte del pelo con la anciana. Y dice que hay muchas cosas que no piensa hacer en lo que le queda de vida y una de ellas será cantar en un karaoke.

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