Rembrandt a la luz del fuego
Mientras examino en La Pedrera la exposición La luz de la sombra, que agrupa hasta el 26 de febrero una selección de la obra gráfica de Rembrandt, me detengo ante el dibujo de tres árboles amenazados por un aguacero. Me imagino al joven Rembrandt, cuando aún vivía con sus padres y sus hermanos en una humilde casa de Leyden, paseando por los campos y dibujando esos tres árboles antes de que la lluvia los golpee. De allí Rembrandt se dirige al puerto donde le llama la atención un mendigo y el joven saca del bolsillo su bloc y un lápiz. Acabado el dibujo, Rembrandt se da cuenta de que ha dado al pordiosero su propio rostro. Entonces el dibujante regresa a casa, reflexiona sobre lo ocurrido y sabe que no se trata de una casualidad: es consciente de que nunca dejará de identificarse con los extraños y los marginados, y con los hombres dignos de compasión.
Rembrandt prescindió de la luz mediterránea; consideraba la pintura italiana alejada de la vida cotidiana. Se enamoró de las tinieblas holandesas
Ahora me detengo ante los retratos de la madre del artista. Mentalmente veo a Rembrandt entrar en su casa tras su paseo; ha anochecido y el fuego en la cocina está encendido. La madre prepara la cena. Rembrandt observa cómo la escasa luz de un candil ilumina su rostro, junto a unas fuentes de cobre cuyos espejos reflejan las llamas. Después de la cena el padre de Rembrandt sube al dormitorio, mientras la madre se queda a solas con sus hijos y se pone a leerles y a contarles en voz baja las historias y las leyendas del Antiguo Testamento y los Evangelios, y los mitos griegos. Para ahorrar petróleo, la madre no enciende el quinqué; el fuego de la cocina ilumina y a la vez calienta la habitación. Rembrandt, sentado a la mesa, observa cómo ante sus ojos surge Sansón, plácidamente adormecido y abrazado a Dalila, que mientras tanto le está despojando de su bien más preciado: su pelo; sus tijeras brillan a la luz del fuego de la cocina de los padres de Rembrandt, al igual que los cascos de los soldados y las cadenas a punto de aprisionar al Sansón dormido. Y las brasas, que la hermana de Rembrandt remueve de vez en cuando para sacarles un poco más de calor, hace un instante iluminaron la blancura del rostro de Artemisa, la diosa de la luz para, ahora, hacer relampaguear el casco de Pallas Atenea, melancólica ante una idea de la próxima guerra.
Mientras en la exposición examino los retratos, en mi mente veo al joven Rembrandt observando el rostro de su hermano Gerrit, que quedó paralizado tras caer por la escalera del molino de su padre mientras cargaba sacos de trigo. A la luz de las brasas, ante la atenta mirada de Rembrandt la cara de Gerrit se va metamorfoseando en la dolorosa mueca de san Bartomeo mártir, y yo sé que al día siguiente Rembrandt comprará a un trapero una gastada capa purpúrea para retratar a Gerrit envuelto en ella y así transformar la desgracia común de su hermano en el noble martirio de un santo.
Al llegar al aguafuerte titulado La sinagoga veo a Rembrandt ya en Amsterdam, caminando a lo largo del céntrico y burgués canal Heerengracht, un día de otoño, poco tiempo después de haberse mudado a la capital holandesa. Le vienen al encuentro hombres y mujeres adinerados, ambiciosos, y el pintor se siente desplazado. Su melancolía es doble porque en lo más hondo sabe que éste es su destino, que aunque algún día consiguiera una estabilidad económica -como, efectivamente, le sucede en la época de su matrimonio con Saskia- esa suerte sería pasajera porque él no llegaría a ser considerado un pintor de moda por mucho tiempo -a diferencia de sus coetáneos Rubens y Van Dyck- y que él mismo haría lo posible para quedarse al margen, para seguir su camino orientado a llegar al límite de sus posibilidades como pintor.
En el aguafuerte que estoy contemplando solemnes judíos con túnicas y turbantes y rostros sabios entran y salen de la sinagoga. Y yo veo a Rembrandt, ya más maduro, comprándose una casa en el barrio judío de Amsterdam, porque allí se siente bien, entre aquella riqueza de colores y formas que le permiten imaginarse el Oriente y pintarlo, y sobre todo rodeado de hombres extraños y marginados como él mismo.
Si quieres viajar lejos no te muevas de tu casa, enseñan los antiguos taoístas, y Rembrandt aprendió esta sabiduría por intuición. En una época en que los viajes a Italia eran obligados para un pintor, Rembrandt prescindió de la luz mediterránea y de las formas clásicas; consideraba la pintura italiana alejada de la vida contemporánea y cotidiana. Se enamoró de las tinieblas holandesas, de esos largos inviernos en los que la nieve y la humedad inundan las calles y baña el paisaje esa luz nórdica que él sentía como propia. Y partió sobre todo de la oscura cocina de su casa natal, donde las escasas llamas del fuego teñían de colores cálidos las figuras que la narración de su madre evocaba ante él. A su mujer, Saskia, la retrató como a las heroínas judías del Antiguo Testamento, y tras su muerte, pintó y dibujó a su nueva compañera, Hendrikje, como una diosa de los mitos clásicos y ancestrales. En eso pienso ante los grabados La novia judía y Diana en el baño, y sé que mientras Rembrandt dibujaba y pintaba, oía la baja y melódica voz de su madre que relataba esas historias en la pequeña cocina junto al fuego que se apagaba y todo lo transformaba en mágico, esas historias de marginaciones e injusticias, de tiranos y crueldades y abusos de poder, y de la llegada de Jesucristo, ese gran extraño, ese modélico marginado que Rembrandt nunca dejó de retratar.
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