Sin dirección a casa
Cuando en abril publiqué aquí un artículo sobre Bob Dylan, algunos lectores me abordaron oralmente o por escrito (aprovechando la identificación digital con que firmo mis escritos) para comunicarme su entusiasmo. El detalle me asombró, aunque evidenciaba hasta que punto todo lo que tenga relación con Dylan sigue contando con un atento y abigarrado club de fans. Uno de estos lectores anónimos dejó de serlo para mí: se identificó como Francisco García, un dylanita impenitente, y gracias a su mensaje electrónico me enteré de que había publicado el libro Bob Dylan en España. Mapas de carretera para el alma (Editorial Milenio), uno de esos volúmenes exhaustivos donde se da cuenta de las correrías de Zimmerman en este caso por la piel de toro.
Pues bien: es tiempo de comunicar a dylanitas y dylanólogos que pueden estar dos veces de enhorabuena. Cuando escribo estas líneas ya está a la venta el documental que Martin Scorsese le dedica al Gran Gurú. Bajo el título de No direction home un doble DVD desgrana a lo largo de tres horas largas múltiples entrevistas a los que vivieron con un jovencísimo Dylan sus inicios en la canción protesta. El propio bardo tiene un papel estelar en el reportaje, puesto que por primera vez en muchos años ha accedido a ser entrevistado con generosidad para rememorar sus orígenes -y, quizá también por primera vez, se ha explayado con una extraña sinceridad, él que fue especialista en tiempos en inventarse biografías y burlarse de sus entrevistadores-.
Aprovechando la iniciativa de Scorsese, la editorial barcelonesa Global Rhythm ha sacado a la calle un cartapacio lujoso titulado Bob Dylan: el álbum, 1956-1966. Se trata de un documento que va a estremecer a los fans, puesto que reúne toda clase de facsímiles alusivos, desde su ficha en el anuario de graduación del instituto en 1959 (con una foto en la que el entonces Robert Zimmerman pone cara de pueblerino con aspiraciones) hasta un montón de reproducciones de letras corregidas a mano por el interfecto, más innumerables fotos, carátulas y tíquets de conciertos.
Mucho Dylan para inyectarse en vena, sin duda, y en todo caso documentos para estudiar con calma el milagro de la conversión de un jovenzuelo aficionado a rasgar la guitarra imitando a Woodie Guthrie en el icono más formidable de la música popular moderna.
Estoy de acuerdo con Diego A. Manrique en que lo que ha caracterizado a Dylan toda su vida -siendo como es un cantante que no puede vivir sin actuar en directo- es la persistente manía de destrozar sistemáticamente su repertorio. Este hombre, en efecto, es el autor de algunas de las canciones más geniales jamás escritas durante el siglo XX: hay muchas personas que, como yo, recuerdan perfectamente la primera vez que escucharon Mr. Tambourine man o Like a Rolling Stone, y esa misma emoción licuada bajo el umbral freático de la conciencia nos ha acompañado y se ha actualizado imperceptiblemente cada vez que las hemos vuelto a escuchar. Pero su autor, con un sentimiento de auto odio digno de mejor causa, se ha dedicado en los últimos cuarenta años a enmascarar en sus conciertos la calidad originaria de estas composiciones felices, como si se arrepintiera de haberlas alumbrado un día.
Pero qué voy a decir sobre la capacidad del de Minnesota para transformarse, enmascararse y modificarse. Una cosa es cierta: sin esa capacidad, Dylan no hubiera pasado de ser uno más de los folksingers que cruzaban América en tren tocando el banjo. Si no hubiera sido profusamente abucheado en el festival de Newport en 1965 por la gran osadía de incorporar instrumentos electrónicos a su repertorio folk, si alguien de entre el público no le hubiera llamado Judas (sic) al año siguiente durante su gira europea por el gran delito de maridar la guitarra acústica con la guitarra eléctrica, hoy no estaríamos hablando de Bob Dylan en estos términos.
En algún momento de la vida de cualquier creador siempre hay un lunático bienintencionado que te recrimina haberte apartado de alguna senda de pureza trazada a partir de una cartografía opinable. Hay que traicionar los orígenes, y también un poco a uno mismo para crecer y estar en condiciones de disputar la liga con los grandes.
La lección de Dylan es que el compromiso no está reñido con la ambición estética. Quizá él mismo necesitó diez amargos años para poder volver a jugárselo todo con una causa noble (la defensa de la inocencia del boxeador Hurricane en el álbum Desire), pero su mejor ejemplo de nobleza sigue siendo no dejar nunca de investigar los sonidos que bailaban en el interior de su cabeza. Y eso se lo deberemos siempre.
Joan Garí es escritor
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